Día 121: Clogher - Glannagilliagh

Del confín de Irlanda al paso prohibido

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Despertar con vistas así da gusto. Yo abrí un ojo, luego el otro, y ya tenía el océano desplegado como un mantel azul enfrente. No hacía falta correr. Arrancamos sin prisa, con esa calma de quien sabe que el día trae curvas, acantilados y quizá alguna travesura de papi Edu.

Seguimos la ruta del Wild Atlantic Way, ese sendero para coches y aventureros que recorre la costa como si fuera una cicatriz brillante. Lo llaman una de las carreteras más bonitas del mundo, y no exageran: cada curva parece querer salir en una postal.

Paramos en varios miradores, y en Slea Head, que resulta ser el punto más occidental de Irlanda. Allí la tierra se asoma al mar como si quisiera dar un paso más, pero no se atreve. Justo al lado, una cruz con figuras humanas a tamaño real mira el horizonte con gesto solemne. Sinceramente, el conjunto es más feo que un hueso de plástico olvidado, pero por suerte está del lado de la montaña y no tapa la vista al abismo.

En Coumeenoole quisimos caminar hasta Dunmore Head, el verdadero rincón del extremo, donde rodaron escenas de Star Wars. Pero un cartel bien claro dice: “perros no”. ¡Menudo chasco! Yo ya me veía posando como un jedi con orejas.

Así que cambiamos el plan y nos fuimos al Blasket Centre. A mí me tocó quedarme en la cámper, lo cual no me hace ni pizca de gracia, pero papi Edu entra a curiosear. Por cinco euros, que parece más barato que un paquete de chuches, descubre la historia de las islas Blasket: gente que vivió aislada hasta los años cincuenta, hablando solo gaélico, pescando, contando cuentos y escribiendo libros que aún hoy son tesoros de la literatura irlandesa. El edificio es moderno, con grandes ventanales al mar. Afuera hay un sendero hacia un mirador desde donde la isla se ve como dormida sobre el océano.

Volvimos a la carretera, pasamos por Dingle y encaramos el Conor Pass. ¡Menudo puerto de montaña! Avisos por todas partes: prohibido para vehículos de más de dos toneladas, máximo un metro ochenta de ancho… y nuestra camper pesa casi tres toneladas y mide dos diez en lo alto. Pero claro, papi Edu mira las señales como quien lee el horóscopo y dice: “Bah, seguro que exageran”. Y para arriba.

Aparcamos en el mirador del puerto. Había viento, nubes juguetonas y montañas que parecían guardar secretos antiguos. Allí comimos en la camper, orgullosos como si hubiéramos coronado un Himalaya en versión irlandesa.

Después vino la decisión: volver por donde habíamos subido, o arriesgarnos y bajar por el otro lado, que está más estrecho y con más prohibiciones. Adivinad qué opción eligió papi Edu… Claro, la del riesgo. Yo iba con las orejas tiesas, preparado para saltar si nos quedábamos atascados, pero al final no era tan fiero el paso como lo pintan. Bajamos sin problemas, con algún que otro suspiro y bastante pericia al volante.

Una vez abajo, nos desviamos hacia Ballydavid North, un acantilado que promete espectáculo pero se queda en “meh”. Ni siquiera hay gaviotas interesantes.

Ya cansados de tanto zigzag, pusimos rumbo este. Salimos de la península de Dingle, atravesamos Milltown y Killorglin, y al final encontramos un aparcamiento enorme de grava, en lo alto de una montaña que en Irlanda sería más bien un montículo con ínfulas. El acceso, eso sí, era de película de rally: baches, curvas y estrecheces que solo un valiente (o un inconsciente) supera. Pero nosotros lo conquistamos.

Ahora estamos aquí, solos, con el viento susurrando entre los arbustos y la cámper bien plantada. Ni un coche, ni un alma. Solo nosotros, el silencio y un montón de estrellas esperando su turno.

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