Día 120: Ballyseedy Wood - Clogher

Bosques, molinos y playas con delfines tristes

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Comenzamos el día con un paseo más por el bosque. Yo iba feliz, oliendo cada rincón, hasta que vimos que el camino llevaba a Ballyseedy Castle. Es un castillo del siglo XVII, reconvertido en hotel elegante, con jardines cuidados y aire de cuento. Pero los cuentos a veces tienen puertas cerradas: los perros no somos bienvenidos en ese sendero. Así que nos dimos media vuelta, y yo me quedé con las ganas de marcar territorio en murallas antiguas.

Un poco antes de mediodía salimos en coche. Anas compras rápidas en Tralee y luego pusimos rumbo al oeste.

Pasamos por Blennerville. Allí destaca un molino blanco de aspas grandes, el Blennerville Windmill. Data del siglo XIX y fue restaurado como símbolo del pueblo. En su tiempo molía maíz y trigo, ahora se queda como postal perfecta al borde del agua. Aparcamos, dimos un paseo por el pueblo —que no tiene mucho más que el molino— y lo vimos de cerca. Yo lo miraba pensando: “si esas aspas fueran huesos gigantes, ya tendría mi parque de diversiones”.

Después de media hora en coche llegamos a Inch Beach. Y qué playa. Ancha, larguísima, con la arena tan compacta que se puede conducir sobre ella. Y sí, nosotros también lo hicimos. Llegamos al final de la zona permitida… y, bueno, pasamos unos cientos de metros más, solo para probar. Aparcamos allí para comer y descansar. Pero la playa nos tenía guardada una sorpresa: un delfín pequeño, varado y muerto en la orilla. Cada persona que pasaba se detenía a mirarlo con respeto, como si el mar hubiera dejado allí una nota triste. Yo lo olí de lejos, sin acercarme demasiado.

Luego seguimos por la costa sur hacia el oeste de la península de Dingle. Esa península es un espectáculo: acantilados que caen al mar como si fueran cuchillos de piedra, montañas que se asoman al Atlántico y carreteras que parecen querer lanzarse al vacío. Hicimos varias paradas para fotos y, cómo no, para que yo oliera el aire salado.

Nos detuvimos cerca de Minard Castle. Ahora es una ruina solitaria, con solo una torre en pie junto a la playa. El castillo fue construido en el siglo XVI y, como muchos en Irlanda, sufrió los embates de guerras y cañones. Hoy descansa tranquilo, rodeado de piedras grandes en la orilla, como si aún vigilara la bahía.

Pasamos por el pueblo de Dingle, pero no paramos: demasiado jaleo, demasiada gente. Y nosotros buscábamos aire y espacio. Así que seguimos hasta la costa oeste y bajamos andando a Dunquin Pier. Es un muelle famoso por su rampa en zigzag que baja hasta el mar, rodeada de acantilados verdes. Desde allí parten los ferris hacia las islas Blasket, pero para mí fue como un tobogán gigante de piedra, digno de una postal que parece pintada más que real.

Ya tocaba buscar dónde dormir. Probamos primero en Slea Head, casi en la playa de Coumeenoole. El sitio era precioso, pero muy inclinado. Park4Night decía que algunos lo solucionaban con piedras… no sé qué piedras usan, pero con nuestras cuñas no había manera. Luego miramos otro aparcamiento en un acantilado, pero el viento era tan fuerte que parecía querer arrancarnos las puertas.

Finalmente llegamos a Clogher Strand. Y ahí sí. Aparcamiento con vistas espectaculares al mar, un viento más soportable, y tres o cuatro autocaravanas más repartidas por el lugar. Antes de recogernos, bajamos a la playa. No se permite bañarse —las corrientes son peligrosas— y el agua estaba tan fría que ni yo me habría atrevido a meter las patas.

Volvimos al aparcamiento cuando ya caía la tarde. El mar ruge a lo lejos, las otras cámper se preparan para la noche, y nosotros también nos acomodamos. Aquí nos quedamos a dormir con el Atlántico como nana.

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