Día 124:

 

Sneem – Castledonovan

Entre curvas y costas, rumbo al castillo Castledonovan.

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La noche había sido un concierto de lluvia y viento, con el techo de la cámper tamborileando sin descanso. Yo soñaba con charcos gigantes y persecuciones de gaviotas mientras las gotas competían en carreras locas por las ventanas. Nadie vino a reñirnos por quedarnos, y eso estaba perfecto: no había señales de prohibición, aunque Park4Night dijera lo contrario. Por la mañana, la tormenta aflojó y el mundo parecía susurrar: “Vale, podéis salir… pero con cuidado”.

Salimos casi a mediodía y pusimos rumbo a Kenmare. Media hora de curvas, subidas y bajadas, con mi nariz pegada a la ventanilla, oliendo cada arbusto y cada roca mojada. Aparcamos frente a la iglesia, entre coches y turistas, porque hoy era domingo y la misa atraía más gente que un festival de huesos. El pueblo parecía de cuento, con sus casas de colores y la iglesia como guardiana del tiempo, pero el tráfico y las tiendas de souvenirs le daban un aire de locura. Yo saltaba de un lado a otro, esquivando humanos y curiosos que querían acariciarme.

Después de un rápido salto a Aldi, arrancamos hacia el Healy Pass. Ahí comenzó la verdadera aventura: la carretera se enroscaba como una serpiente entre montañas verdes, con nubes bajas que dejaban escapar rayos de sol iluminando la hierba mojada. Al otro lado nos esperaba la costa sur de la península de Beara, con acantilados que desafiaban al mar, playas escondidas y olas rugiendo como leones hambrientos.

Encontramos un sitio muy guay en la costa, un muelle con plataforma de hormigón, donde comimos y descansamos. Yo saltaba de un lado a otro, oliendo el aire salado y desafiando las olas que intentaban alcanzarnos. Pensamos en quedarnos a dormir, pero el viento se volvió travieso y las olas lanzaban salpicaduras hacia la cámper, así que mejor buscar otro refugio. Y no fue fácil: aquí hasta los miradores y lay-by's tienen barreras de altura que nos hacían sentir como gigantes intentando pasar por agujeros diminutos.

Papi nos llevó a un lugar en Glengarriff, pero resultó ser un aparcamiento en medio de la ciudad, feo y ruidoso. Nada para un perro aventurero. Así que seguimos media hora más hasta un aparcamiento de grava junto a una intersección de carreteras. Estaba bien, ya había una cámper, pero a lo lejos algo brillaba en mi imaginación: una ruina que pedía ser explorada. Era el castillo Castledonovan.

Nos acercamos y descubrimos el pequeño aparcamiento al pie del castillo, perfecto para pernoctar. Cuando llegamos ya era de noche. La cámper nos acogió entre sombras y viento, y todo el misterio y la emoción del lugar quedará para mañana, cuando podamos explorar, olisquear y correr a nuestro antojo. La noche nos envuelve, pero mi corazón sigue latiendo con ganas de aventura perruna.

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