Dag 155:

 

Biras – Angoisse

De la calma del arroyo a los castillos del Périgord

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Hoy nos hemos levantado tarde, como si el sol nos hubiera dado permiso para tomarnos la vida con calma. La mañana olía a hierba fresca, a agua de arroyo y a pan tostado. Papi Edu tenía que hacer “gestiones online”, que por lo visto es una especie de ritual humano que consiste en mirar fijamente una pantalla y fruncir el ceño durante horas. Yo, mientras tanto, me dediqué a cosas más nobles: investigar cada brizna de hierba, seguir el murmullo del arroyo y dejar mi marca olfativa en todos los rincones. El paraíso, vaya.

El sol calentaba lo justo, las mesas de picnic estaban medio al sol, medio a la sombra, y yo pensaba que aquel iba a ser nuestro reino por lo menos hasta el anochecer. Comimos en la cámper, y yo ya daba por hecho que el día terminaría con una siesta de campeonato. Pero claro, papi Edu tiene un reloj interno que funciona al revés del resto del mundo: cuando todos recogen, él arranca el motor.

Ya pasado las cuatro salimos hacia Bourdeilles, un nombre que suena a mantequilla, pero que en realidad es un pueblecito encantador. En unos quince minutos estábamos allí. Aparcamos, y nos lanzamos a explorar. El pueblo parece sacado de un cuento, con un puente de piedra que cruza el río Dronne como si llevara siglos contando historias. A un lado, un castillo que mezcla fortaleza medieval y palacio renacentista; al otro, una iglesia que guarda silencio bajo la luz dorada de la tarde. Las fachadas de piedra reflejan el sol y el murmullo del río hace que todo parezca más lento, más bonito, más... perruno.

Después volvimos al coche, y otros quince minutos más tarde llegamos a Brantôme-en-Périgord, que llaman “la Venecia del Périgord”. Yo no sé qué es Venecia, pero si tiene tantos puentes y patos como aquí, debe de oler de maravilla. Aparcamos en la calle porque los aparcamientos estaban cerrados con barras bajitas (esas que parecen diseñadas expresamente para humillar a las campers altas). Paseamos por la orilla del río, con el agua reflejando las casas trogloditas talladas en la roca y el antiguo molino que aún parece escuchar el murmullo de las ruedas. Vimos incluso una piscifactoría en una cueva —la “Pisciculture de Brantôme”, ponía un cartel medio torcido—, pero parecía abandonada, como si los peces hubieran hecho huelga.

Cuando el sol empezó a esconderse, tocó volver a la carretera. Una hora y media de curvas, de esas que hacen que papi Edu frunza los labios y yo cambie de postura cada dos minutos buscando el ángulo perfecto para no rodar por el suelo. Queríamos acercarnos al Parque Natural Regional de Millevaches en Limousin, y aunque no llegamos, nos quedamos un poco más cerca.

Ya casi de noche, aparcamos en un sitio que no ganará ningún concurso de belleza: un aparcamiento de grava junto al Lac de Rouffiac, teóricamente un área para autocaravanas. No hay vistas de postal, pero hay silencio, un par de autocaravanas compañeras y olor a bosque húmedo. Dicen que el lago tiene playas y que la gente se baña. Quizá mañana papi Edu se anime a darse un chapuzón. Yo lo miraré desde la orilla, con la dignidad que corresponde a un bodeguero andaluz que prefiere el suelo firme al agua fría.

Esta noche dormiremos aquí, oyendo el silencio, soñando con castillos, ríos y caminos que se retuercen como mis siestas al sol.

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