¿Sabéis esa sensación de llegar a un lago precioso… y que en la primera señal ponga “perros prohibidos”? Pues así empezó el día. Al amanecer (que para nosotros es cualquier hora antes de comer) nos acercamos al Lac de Rouffiac. Playa cuidada, césped recortado, barquitas, carteles de actividades… y un pedazo de símbolo tachando perros que me dejó el rabo en modo antena rota. Ni humanos había, pero aun así yo estaba vetado. Papi Edu miró el cartel, me miró a mí y dijo: “Nos vamos”. Y nos fuimos. Si yo no puedo pisar la orilla, que la disfruten los patos.

A mediodía arrancamos la cámper rumbo norte. Primera parada estratégica: Saint-Yrieix-la-Perche. Allí papi se metió en modo “ardilla preinvierno” y desapareció entre el Lidl y el Intermarché. Yo me quedé vigilando la nave, como siempre. Casi una hora estuvo dentro. Cuando volvió, traía comida suficiente para alimentar a un regimiento o construir un fuerte con yogures.

Seguimos ruta por carreteras estrechas y un trocito de autovía sin peaje. Paramos en un área de picnic para comer y recolocar las compras, porque meter todas esas bolsas en la cámper fue como jugar al Tetris con víveres. Papi cocinó, yo lo supervisé. Luego cayó la siesta… y no una siesta discreta, no: dormimos los dos como troncos. Cuando abrió un ojo ya rozaban las seis.

Tocaba avanzar: destino Saint-Léonard-de-Noblat. Antes de salir del pueblo repostamos en la gasolinera del Carrefour. Yo, como copiloto profesional, puse cara seria mientras llenábamos el depósito, por si alguien dudaba de nuestra importancia.

Diez minutos más y llegamos a un área de picnic enorme al borde del río Vienne. Praderas, árboles, ni un humano a la vista… nuestro paraíso privado. Nadie que moleste, nadie que mire raro, nadie que diga “los perros no pueden”. Solo el río, el silencio y yo marcando territorio con elegancia.

Aquí plantamos campamento para pasar la noche. Si mañana aparece alguien, tendrá que pedirme permiso para usar mi césped.