Después de la excursión nocturna con luz total y 150 autocaravanas de compañía, no estábamos como para madrugar. Yo dormí como un tronco hasta que papi Edu dijo “¡vámonos!”. Salimos casi a mediodía, y en 20 minutos llegamos al pueblito de Skarsvåg, donde empieza un sendero precioso hasta Kirkeporten.

¿Y qué es eso? Pues un arco de piedra gigante, natural, que enmarca perfectamente el Cabo Norte al fondo. Parece una postal hecha a propósito. El paseo es corto, bonito, con vistas chulas y sin esfuerzo. Ideal para calentar las patitas sin agotarse. Además, había buen rollo, gente sonriente y viento moderado (solo se me voló una oreja esta vez).

Luego, de vuelta al coche y rumbo sur. Casi una hora después paramos en un sitio con una playa inmensa, tan grande que el mar parecía haberse marchado de vacaciones. Dimos un paseo, yo me pegué unos buenos sprints en la arena, pero el agua seguía tan lejos que pensé que había sido un espejismo.

Tras otros 80 kilómetros en coche, paramos a comer en la cámper. Yo me puse serio vigilando por la ventana, no se fuera a acercar algún alce con hambre. Y como aún era temprano, a eso de las 6 seguimos rodando otros 80 kilómetros más. El paisaje fue cambiando poco a poco: los fiordos se quedaron atrás, empezaron los bosques, colinas suaves… y ese olor a tierra mojada que me pone en modo explorador.

A última hora encontramos un aparcamiento enorme junto al lago Gákkajávri. Nadie a la vista, solo silencio, agua cristalina y una brisa agradable. Papi se metió en el lago a bañarse (¡otra vez!). Todo parecía idílico… hasta que llegaron los mosquitos. Primero uno, luego cinco, luego un escuadrón entero. Yo corrí a la cámper como un rayo mientras papi todavía salía del agua aplaudiendo al aire como un loco.

Nos quedamos a dormir aquí, sí… pero cerrando todo bien y preparados para el combate nocturno contra los bichos. ¡Por lo menos no hay renos roncando esta vez!