Hoy me he enterado de una verdad impactante: en Rovaniemi no pasean por el parque. Pasean por centros comerciales. ¡Y los tienen a tutiplén! Empezamos el día en uno, claro. A eso de las once (hora oficial de partida en nuestra expedición), salimos del puerto deportivo donde dormimos y fuimos directos al supermercado Minimani. Dentro hay una lavandería de autoservicio y, atención: una máquina gigantesca para lavar alfombras. Sí, sí, para que la gente se traiga su alfombra de casa, la enchufe allí y la deje como nueva. Yo estaba dispuesto a probar con mi manta-perro, pero me dejaron en el coche como siempre. Injusticias cotidianas.
Papi Edu se quedó dentro lavando ropa, comprando comida y probablemente mirando embobado la sección de chuches para perros. Digo probablemente porque volvió sin traerme nada. A veces creo que no me quiere. Luego me da un trozo de salchicha y se me pasa.
Una hora y media después, todo limpio, todo seco y sin alfombras nuevas. Seguimos ruta por Rovaniemi, viendo centro comercial tras centro comercial. ¿Será que aquí si no estás dentro de uno te congelas? Desde el coche parecía que todos los finlandeses habían decidido vivir entre pasillos de productos rebajados.
Nos cansamos del asfalto y del neón y decidimos ver el centro de verdad. Aparcamos y fuimos a pie hasta la Rovaniemen kirkko, una iglesia grande, blanca y con tejado puntiagudo, como si fuera una trampa de nieve para gigantes. Al lado está el cementerio, con muchas lápidas militares de los años 40. Sobrio y triste, pero también muy digno. Me porté bien, no olfateé nada raro. Aunque una piedra me pareció sospechosa.
Después nos dimos un paseo por el centro de la ciudad. Un paseo corto. El día era gris, caía una lluvia tonta y el ambiente no ayudaba. Calles ordenadas, edificios sosos… ni un solo árbol con ganas de contarme un secreto. Así que... ¡a por más emoción!
Nos subimos al coche y pusimos rumbo a la zona más famosa de toda la región: el Santa Claus Village. O sea, el Pueblo de Papá Noel. Está justo al norte de la ciudad, a un paso. Pero antes de lanzarnos a la Navidad fuera de temporada, comimos en la cámper. No vaya a ser que me ablanden con turrón y me olvide de mi pienso olvidado.
El lugar, bueno… digamos que Papá Noel vive en un parque temático. Todo está lleno de luces, tiendas, muñecos, bolas de nieve, buzones mágicos y turistas emocionados sacándose fotos como si estuvieran en el Polo Norte. A ver, se agradece el esfuerzo. Pero yo esperaba nieve, no asfalto caliente. Aun así, algo mola: justo allí pasa el Círculo Polar Ártico, marcado con una línea blanca en el suelo. Hay un monumento, carteles, mapas... todo muy serio. Hace unas semanas lo cruzamos en barco en Noruega, y ahora lo cruzamos a pie. Bueno, yo lo crucé a la pata coja, que siempre queda más épico. Y lo mejor: podemos cruzarlo tantas veces como nos dé la gana. ¡Viva la libertad de patas!
A eso de las cuatro, con la Navidad digerida y sin rastro de renos voladores, arrancamos el coche y condujimos hacia el sur, más de una hora. El paisaje volvió a lo salvaje, sin Papá Noel, sin centros comerciales, sin humanos disfrazados de elfos. Justo lo que necesitábamos.
Encontramos un sitio perfecto para dormir: un aparcamiento enorme junto al Kemijoki, un río tan ancho que parece que Finlandia se parte en dos. Ni un solo coche, ni una autocaravana, ni un alma. Solo nosotros y el rumor del agua. Papi dice que es un sitio tranquilo. Yo digo que es un paraíso.
Aquí vamos a dormir. Si no sueño con renos bailando, os lo cuento mañana.
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