A ver, humanos del mundo: yo ya me había hecho la cama mental para otra noche en nuestro paraíso secreto. Silencio, playita privada, ni un humano cerca y una arena tan suave que me limpiaba las patas sola. Olía a eternidad camperista. Pero a las dos de la tarde papi Edu, ese ser impredecible con carnet de conducir, decidió que ya estaba bien de felicidad tranquila y arrancó el coche. Yo me quedé mirando la puerta como quien ve cómo le esconden el jamón.
Paisajes de cuento, curvas como espirales de croissant y ni una casa en kilómetros. Francia profunda, o eso entendí cuando papi dijo “como nos pase algo aquí no nos encuentran ni con dron”. Yo disfrutaba del traqueteo… hasta que aparece un cartel: Puy de Senigour, mirador. Para llegar había una subida empinada que pedía a gritos usar las cuatro patas motrices del coche. Pero como nuestro 4x4 está de vacaciones por culpa de un sensor ABS rebelde, papi no se atrevió a subir con ruedas. Aparcamos abajo y hale, a marchar casi un kilómetro por el bosque.
El paseo estaba bien, olía a musgo y bichitos, pero cuando por fin llegamos arriba… pues sí, hay vistas, pero no vi ni castillos, ni dragones, ni chuletones gigantes. Unas colinas suaves, unos árboles y viento en las orejas. Yo esperaba mínimo un puesto de salchichas. Bajamos otra vez, con dignidad perruna y un poco de hambre emocional.
Treinta minutos más de curvas y aterrizamos en Treignac. Domingo. Pueblo en modo siesta espiritual. Podías ladrar una ópera y no salía nadie a mirar. Bajamos a ver el río Vézère, que serpentea como si tuviera prisa por escapar del aburrimiento. Solo cruzamos el puente medieval, el pont Finot, ese que lleva ahí desde que los caballeros iban en caballo y los perros tenían títulos nobiliarios. El puente moderno, el pont de la brasserie, lo vimos y lo pasamos por debajo, sin glamour pero con sombra.
Luego vimos la parte alta del pueblo: una iglesia, casitas bonitas, callejuelas tranquilas. Nada nos robó el corazón como un filete caído al suelo, pero dimos una vuelta larga y agradable. A mí me gustó porque había mil rincones para marcar… si papi no me cortara el rollo cada tres pasos.
Volvimos al coche y condujimos unos cuarenta y cinco minutos hacia el sur. El estómago de papi rugía más que yo cuando veo un gato, así que paramos en un área de picnic. Comimos en la camper: él su cosa de humanos, yo mi pienso de supervivencia. Luego nos tumbamos un rato… o más bien media vida, porque cuando nos movimos ya eran más de las seis y media.
El área estaba pegada a la carretera, con un camión encendido haciendo de secador industrial. Entre el ruido y el olor, cero glamour para dormir. Así que arrancamos otra vez, buscando un sitio mejor. En este rincón de Francia park4night tenía menos opciones que un gato en la ducha.
Más de una hora conduciendo por carreteras solitarias, y ya de noche negra, llegamos al aparcamiento del Etang du Prévost. Un lago, supuestamente. Yo solo vi sombras, árboles y un aire tranquilo que huele a buena noche. Hay una camper y una autocaravana, pero espacio de sobras para mi reino. Silencio, cielo oscuro y promesa de mañana con exploración y charcos.
Esta vez no me quejé. Olí el suelo, di tres vueltas, me acurruqué en mi manta y pensé: con papi Edu nunca sé si me espera el paraíso o una curva con vistas feas, pero oye… aburrirme no me aburro.
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