Hoy la mañana empezó suave como pan de molde sin corteza. Nada de aventuras locas, ni travesías por pantanos ni persecuciones de ardillas. Un par de paseítos cortos, una siesta larga, luego otra un poco más larga aún. Vamos, que casi no me dio tiempo a cansarme. Mientras yo roncaba tan a gusto que hasta soñé que me daban salchichas sin motivo, tito Joan andaba de un lado a otro haciendo su equipaje. Se ve que cuando los humanos meten cosas en bolsas, se ponen serios. Será algún ritual raro de su especie.
A la hora de comer, papi Edu y tito Joan se metieron en la cámper con cara de picnic de despedida. Comieron ahí dentro como si no pasara nada, pero yo notaba un aire raro, como a final de capítulo. Y efectivamente, después de plegar todo y dejarlo como si no hubiera pasado nada, a las 2 en punto nos subimos al coche y nos fuimos directos al aeropuerto de Helsinki.
Media hora en coche. A mí me pareció medio siglo. Me tumbé en mi sitio, mirando a tito Joan con esa carita que pongo cuando intuyo que me van a quitar algo. Y así fue. Llegamos, se bajó, nos dijo adiós con su vocecita de "me voy pero no te pongas triste"… y hala, rumbo a Barcelona. ¿Y yo qué? ¿No se da cuenta de que en esa ciudad no hay ni un solo árbol donde yo haya hecho pis?
Nos quedamos papi Edu y yo, los de siempre, los que seguimos pateando Europa con patas firmes y rabo al viento. Como no había mucho más que hacer en el aeropuerto (ni un solo rincón decente para marcar territorio, por cierto), nos fuimos a buscar algo mucho más interesante: una lavadora.
Sí, amigos, porque cuando viajas en cámper hay dos cosas que no pueden faltar: gasoil y ropa limpia. Encontramos un centro comercial donde hacer la colada, y mientras las bragas de papi y los calcetines de tito Joan daban vueltas como en un baile folclórico, aprovechamos para pasear un poco por un parque cercano. Nada mal. Un par de arbustos nuevos, olores finlandeses y unas gaviotas que me miraban con cara de "tú no sabes volar, ¿verdad?".
Cuando la ropa estuvo seca y caliente como tostadas recién hechas, salimos a buscar sitio para dormir. Papi Edu tenía fichado uno cerca del de anoche, pero al llegar nos encontramos con un concierto de ladridos, gritos humanos y motores rugiendo. A mí ese plan no me va. Si no puedo dormirme escuchando el chapoteo del agua y algún mosquito despistado, no es dormir, es sobrevivir.
Así que dimos media vuelta y volvimos al lugar de anoche, ese junto a la marina donde huele a barco, a mar y a cena ajena. Aparcamos, estiramos las patas con un paseo vespertino por el parque y luego, como siempre, rutina de noche: un último pipí, mirada al horizonte y a soñar.
Hoy se va uno, pero seguimos en ruta. Mañana, quién sabe. Pero esta noche, dormimos con vistas al agua y sin jaleo. Y eso, para un perro con el alma viajera como yo, ya es bastante aventura.
Añadir nuevo comentario