Salimos de Tallin en nuestra fiel cámper, rumbo al este, por la autovía. Hoy tocaba desconectar de la ciudad y perdernos en la naturaleza. Nuestro destino: el Parque Nacional de Lahemaa (Lahemaa Rahvuspark), el más grande de Estonia y un paraíso de bosques, pantanos y costa salvaje. ¡Aquí huele a aventura perruna!
Paseamos por pasarelas de madera que serpenteaban entre marismas y turberas. ¡Qué sensación más rara caminar sobre un suelo que parece esponjoso! Subimos a una torre mirador de madera desde donde vimos kilómetros de verde infinito. Si hubiese ardillas en la zona, seguro que las veía antes que nadie, pero parecía más un reino de ciervos y alces.
Por la tarde cambiamos de paisaje y visitamos Palmse Manor and Open-Air Museum (Palmse Mõis). Esta mansión es una de las mejor conservadas de Estonia y muestra cómo vivían los nobles en el siglo XVIII. Sus jardines son enormes y olían a flores y… ¿gatos? Mientras papi Edu y Tito Javi exploraban el interior, yo me quedé en la cámper descansando. No por falta de interés, sino porque a los perros no nos dejan entrar en mansiones antiguas. ¡Injusticia histórica!
Seguimos en coche hasta Altja, un pequeño y encantador pueblo de pescadores con casitas de madera y redes secándose al sol. Aquí todo parece detenido en el tiempo. Caminamos junto a la costa y, aunque no olía a sardinas frescas, el mar siempre tiene su magia.
Para terminar el día, encontramos un sitio espectacular para dormir: Eisma Rand, una playa tranquila y casi desierta. Yo jugué en la arena como un cachorro, papi Edu, que nunca dice no a un chapuzón, se metió en el frío mar Báltico, y Tito Javi observó todo con su calma habitual. Una puesta de sol sobre el agua fue el broche final para un día redondo. ¡A dormir con la brisa marina!
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