Día 251

¡Guau, guau, amigos viajeros! Aquí Chuly al habla (o más bien al teclado, pero eso es un misterio canino que no os voy a desvelar). Hoy os traigo las aventuras calentitas, literalmente, porque ¡la calefacción ya funciona! Sí, mi papi Edu lo arregló ayer, y menos mal, porque las noches aquí son como para hacerle un test de resistencia al pingüino más curtido.

El día comenzó con agua bendita... o algo parecido. Fuimos a un manantial que parece ser el lugar más popular de la zona. Casi había que sacar turno para llenar las botellas y bidones, y claro, yo aproveché para observar a los humanos con sus rituales de recolección de agua como si fueran ardillas preparando la despensa para el invierno.

Después de hidratar nuestros depósitos (los del coche, porque yo ya llevaba la lengua bien húmeda), pusimos rumbo a Brașov, una ciudad que está a menos de una hora en coche. Aparcamos cerca del centro en un sitio de pago, pero oye, ¡50 céntimos la hora no es nada! Aquí, comparado con Noruega, el bolsillo respira, o en mi caso, el collar no se aprieta.

¡Qué ciudad más chula! Empezamos por un edificio curioso que captó la atención de mi papi: el edificio Modarom. Tiene una placa en su fachada con unos agujeros de bala que parecen ser un recordatorio de la revolución de 1989. Yo no sé mucho de historia, pero esas marcas tienen pinta de haber vivido momentos intensos.

Seguimos por el casco histórico, donde la Iglesia Negra (Biserica Neagră) impone con su fachada de piedra oscura. Mi papi me contó que es la iglesia gótica más grande entre Viena y Estambul, y aunque yo no entiendo de góticas, el tamaño sí que impresiona. También nos perdimos por las calles empedradas, viendo casitas de colores que parecen sacadas de un cuento. ¡Y qué decir de la Calle de la Cuerda (Strada Sforii)! Es tan estrecha que creo que si mi cola fuera más grande, ni habría podido pasar.

Visitamos la Plaza del Consejo (Piața Sfatului), con su torre icónica que domina el centro. Pero eso no fue todo. En Brașov hay mucho más que ver, como la muralla que rodea parte de la ciudad. Está en un parque muy agradable, perfecto para que yo pudiera dar saltitos y olisquear entre los árboles. Pasamos por algunas de las puertas históricas, como la Puerta de Catalina (Poarta Ecaterinei), que parece sacada de un cuento medieval, y la Puerta Schei, más grande y con un aire solemne.

Después de un buen rato caminando, el sol empezó a despedirse, y eso significaba una cosa: ¡hora de buscar dónde pasar la noche! Vimos algunos sitios mientras conducíamos, pero no eran del todo ideales. Al final, terminamos en un campo cerca de Râșnov, justo al sur de Brașov. Cuando llegamos ya era de noche cerrada, pero el sitio parece tranquilo. ¡Y qué alegría! Aquí no hay ruidos, solo el sonido del viento y, si os fijáis bien, algún ladrido mío para marcar territorio (de forma sutil, claro).

Ahora toca descansar bien calentitos, gracias a nuestra maravillosa calefacción reparada, y preparar las patas para más aventuras mañana.

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