Nos despertamos en un lugar tranquilo (como siempre, mi papi elige los mejores spots para dormir) y no tardamos en ponernos en marcha hacia el castillo de Bran, también conocido como el castillo de Drácula. Aunque os digo una cosa, no vi ni un colmillo afilado ni capas negras volando por ahí... ¡menuda decepción!
El trayecto fue cortito, menos mal, porque a mí eso de ir en coche no me hace ninguna gracia. ¿A quién le gusta estar ahí sentado, botando con cada curva? A mí no, desde luego. Pero bueno, un viaje corto siempre es más llevadero porque paso menos estrés. ¡Eso se agradece!
Cuando llegamos, el ambiente era una mezcla de mercadillo medieval y feria de pueblo: montones de puestos de comida, souvenirs de Drácula por todas partes y un montón de tiendecitas para turistas. A pesar de ser temporada baja, bastantes turistas rondaban por ahí, pero nada que ver con la estampida que debe formarse en temporada alta. De verdad, ¡esto en pleno verano tiene que ser tremendo!
Al principio mi papi y mi títo Joan no querían entrar al castillo porque habían leído que costaba un pastizal, casi 20 euros por persona. Al ver que la entrada no era tan cara (aunque seguía siendo un mordisco al bolsillo) cambiaron de opinión.
Aquí viene el drama: ¡yo no podía entrar! Parece que eso de ser un perro viajero no abre todas las puertas. Así que mi papi me llevó de vuelta al camper, donde me quedé como guardián oficial mientras ellos exploraban el castillo. Según ellos, el sitio es más un parque temático que un monumento histórico, pero lo pasaron bien haciendo fotos por todos lados, tanto por dentro como en el jardín.
Después de almorzar en la cámper, en un claro en el bosque con troncos cubiertos de nieve, nos pusimos en en marcha para avanzar hacia Bucarest.
Y ahí empezó la pesadilla: obras y más obras. El viaje por carretera no avanzaba, ¡creo que vi una tortuga adelantándonos! Pronto se hiciera de noche, así que mi papi decidió cambiar de plan y buscamos un lugar para dormir no tan lejos. Nos desviamos por un camino de tierra que subía y subía, como si buscáramos el mismísimo castillo de los dioses. Después de unos 7 kilómetros llegamos a un lugar de película: vistas al valle, protegido del viento, y una paz que ni Drácula en sus mejores noches de descanso.
Eso sí, hacía un frío que se colaba hasta en mi pelaje. Así que tocó retirada estratégica a la cámper. La noche terminó con mantita, peli y muchos sueños... porque mañana, ¡más aventuras nos esperan! ¿A que este viaje tiene de todo?
Añadir nuevo comentario