Digamos que la última noche fue un concierto improvisado de ladridos callejeros, y yo, como buen espectador, no me pude despegar de mi canasta (aunque lo intenté varias veces). Los perros callejeros parecían simpáticos durante el día, pero de noche cambiaron de personalidad más rápido que unq pelota que desaparece bajo el sofá. Cada vez que yo me giraba, o cuando mi papi dejaba escapar uno de esos pedos que deberían estar clasificados como armas de destrucción masiva, los canes respondían con un escándalo monumental.
Por la mañana, después de sobrevivir a esa orquesta canina, mi papi tuvo que hacer unas gestiones administrativas y salimos tarde, pero oye, el lugar donde dormimos era muy bonito. Lo mejor de todo: ¡ni un humano a la vista durante horas!
Me estaba preparando mentalmente para un largo trayecto en coche cuando... ¡Sorpresa! Apenas unos minutos después, paramos frente al Monasterio de St. Dimitar Basarbovski (Скален манастир „Св. Димитър Басарбовски“).
Desde la entrada ya olí la presencia de pusis (¡grrr, esos sí que no me caen bien!), así que preferí quedarme en la cámper. Mi papi, valiente como siempre, se aventuró a explorar. Según me contó, el lugar es como una versión en miniatura del monasterio rupestre que visitamos en Georgia el año pasado, con escaleras talladas en la roca y capillas escondidas en cuevas. Hasta ahí, todo bien. Pero al bajar, un monje le pilló y le dijo que tenía que pagar cuatro lev para la entrada. Problema: mi papi no tenía ni un céntimo en moneda búlgara. Afortunadamente, aceptaban euros, aunque el tipo de cambio del monje era... digamos, "religioso": tres euros por cuatro lev. Bueno, al menos el hombre era simpático, y mi papi lo pagó sin rechistar. Yo ya he decidido: esta semana me sacrifico y me como un par de chuches menos para compensar.
Luego la visita terminó rápido porque la iglesia estaba en obras, y volvimos al coche. Aquí es cuando empieza la parte más emocionante: seguimos una carretera pequeña bordeando el río Lom, con paisajes de película, paredes verticales y cuevas. ¡Pero! La naturaleza nos puso un obstáculo: un árbol caído bloqueaba el camino. Y aquí es donde mi papi demostró sus habilidades de piloto campero profesional, conduciendo marcha atrás un kilómetro entero hasta encontrar un lugar para girar. ¡Yo le iba animando con ladridos desde mi plaza de copiloto, claro está!
Finalmente, seguimos por carreteras más grandes, casi como autovías, hasta encontrar nuestro lugar para la noche. Ahora estamos en un rinconcito junto a un río, rodeados de árboles que nos resguardan del viento. Bueno... o eso creíamos. Justo cuando mi papi estaba preparando la cena, el viento cambió de dirección y empezó a soplar como si quisiera llevarse la camper volando. ¿Solución? Mi papi salió a reorientar la camioneta. ¡Un héroe del camping improvisado!
Espero que esta noche sea más tranquila, sin ladridos ni pedos que despierten a medio mundo. Y si no, bueno... siempre puedo echarme una siesta extra mañana.
Bonito