Nos despertamos en un rincón que era prácticamente el paraíso... Bueno, casi. Tranquilo, bonito y con un encanto especial, aunque el sol decidió tomarse el día libre. Después de mi rutina mañanera (ya sabéis, sacudirme, desayunar y morder mi querido patipollo), pusimos rumbo al centro de Bitola, una ciudad macedonia con mucha historia y encanto.
Aparcar en el centro fue un desafío nivel Indiana Bones: si no era de pago, las calles eran tan estrechas que casi había que plegar las orejas para pasar. Encontramos unas plazas junto al río, pero ¡sorpresa! Solo se podía pagar con SMS, y claro, desde un número extranjero no funciona. Pero aquí llega el primer héroe del día: un revisor de tickets nos indicó amablemente que en la Torre del Reloj podríamos comprar un billete de tres horas por solo 40 dinares (¡70 céntimos de euro!). Otro hombre allí, igual de amable, nos ayudó a conseguir el ticket, aunque primero mi papi tuvo que buscar un cajero para sacar dinero. ¡Qué complicaciones para un simple aparcamiento, pero todo con final feliz!
Una vez resuelto el drama del coche, nos lanzamos a explorar. Bitola tiene un aire muy especial, con mezquitas que le dan un toque entre Turquía y Albania, y un bazar antiguo lleno de callejuelas y comercios. No os imaginéis un bazar cubierto como los de Estambul; este es más bien un laberinto al aire libre que tiene su propio encanto.
En un parque, unas niñas me regalaron un trocito de pizza (punto extra para ellas, claro), y otro hombre muy curioso preguntó de qué raza soy, porque, modestia aparte, no había visto un perro tan guapo como yo. Paseamos por el bazar antiguo, que más que un bazar cubierto es un laberinto de callejuelas con tiendas y puestos.
Algo que nos encantó fue descubrir que Bitola es conocida como la ciudad de los cónsules, ya que en su época de máximo esplendor llegó a tener más de una docena de consulados. Además, pasear por la calle Širok Sokak, su calle principal peatonal, es como un viaje en el tiempo, con edificios neoclásicos y un ambiente muy vivo.
Širok Sokak está mucho más cuidada que el resto de la ciudad, que tiene un aire algo decadente. Pero, ¿sabéis qué? Esa decadencia tiene su magia, como un viejo álbum de fotos lleno de historias. Eso sí, lo que más llamó mi atención fueron los perros callejeros. Hay muchísimos y, aunque me daban un poco de yuyu, mi papi me aseguró que son buena gente.
Cuando casi se nos acababa el tiempo del aparcamiento, regresamos al coche. Tuvimos la suerte de estar cerca de una fuente, así que aprovechamos para cargar agua antes de seguir nuestra ruta. Próxima parada: el lago Prespa.
De camino, cruzamos un puerto de montaña a 1.200 metros de altitud. ¡Todo nevado! Yo estaba flipando con el contraste: un momento nieve y luego, al bajar al lago, nos encontramos con un paisaje despejado, sin frío extremo, y unos agradables 7 grados. ¡Perfecto para mí y para mi papi! Además, repostamos diésel por solo 1,20 euros el litro (¡baratísimo!) y el empleado de la gasolinera nos trató con una amabilidad que ya es sello distintivo de esta gente.
Ahora mismo estamos aparcados frente al lago. Las vistas son espectaculares: montañas nevadas en el horizonte y un agua tan tranquila que parece un espejo. La niebla se ha disipado, y el frío ha decidido tomarse un descanso. Este sitio es tan bonito que mi cola no ha parado de moverse desde que llegamos.
Mañana seguro que nos espera otra aventura, pero por hoy toca descansar y soñar con las montañas, los bazares y la pizza que me regalaron.
Qué bonito relato