Fort de Bellegarde - Bois de Bourbaki (Béziers)
Día 2
Hoy salimos antes de las 10, que para nosotros es madrugar como si fuéramos lecheros. No dimos más vueltas a la fortaleza de Bellegarde. Ya la vimos ayer y aunque es muy grande, no cambia mucho de un día para otro. Bajamos por la carretera como dos caballeros medievales en descenso.
El día prometía: sol, cielo azul y olor a aventura con protector solar. Nuestro plan era ir a la playa. Así, con todas las letras. Pero claro, aquí en el sur de Francia tienen una obsesión con las barreras. Y no hablo de las de peaje, sino de las que ponen en los aparcamientos para que nadie más alto que una tostadora aparque cerca del mar. Dos metros, dos diez... nosotros necesitamos dos treinta y cinco. ¿Qué pasa? ¿A las cámpers con techo alto nos discriminan?
Intentamos un par de sitios. En uno nos dimos la vuelta con dignidad. En otro nos dimos la vuelta con vergüenza. Pero al final... bingo. Un aparcamiento abierto, sin barrera, sin cartel amenazante, y cerca de una playa virgen. Virgen de chiringuitos, sombrillas y humanos gritones. Aparcamos, bajamos y... relax total.
Papi Edu se tumbó al sol como un lagarto ibérico. También se dio un baño en el mar. Aunque fue un baño exprés, de esos que te metes, gritas, y sales a toda leche. El agua estaba helada. Yo le miraba desde la orilla como diciendo: “Estás loco, humano”. Luego me entretuve royendo unos palos de madera que encontré por ahí. No estaban mal, crujían sabroso. Normalmente en la playa corro, salto, excavo, me zampo media concha rota... pero esta tenía un tipo de arena rara. No era arena de la buena, era como piedrecitas molestas que se me clavaban en las patas. Caminaba como si pisara trampas invisibles. Así que me tumbé y observé. Muy zen.
A mediodía volvimos a la cámper, comimos, y por la tarde volvimos al mismo sitio. Me llevé uno de mis juguetes y lo intenté enterrar en la arena. Como soy un perro meticuloso, no vale con excavar solo de un lado. Hay que darle desde todos los ángulos. Resultado: más de una vez lancé una buena patada de arena en toda la cara de papi Edu, que estaba acostado al lado. Se quejaba, pero sin moverse. Al final el hoyo quedó tan grande que me metí dentro como si fuera mi canasta personal. Muy fresquito, todo un lujo.
El cielo empezó a ponerse tontorrón, pero solo era una nube solitaria buscando atención. Luego, sobre las cinco, llegó su pandilla: se puso nublado, el viento se puso chulo y nos fuimos pitando. A mí ya me estaba empezando a entrar arena entre los dientes.
Nos quedaban dos misiones importantes: agua y dormir. El depósito estaba más seco que la lengua de un bulldog después de correr un maratón. Con Park4night encontramos una fuente, pero echaba agua más lenta que un caracol con sueño. Aun así, poco a poco, llenamos el depósito. Papi Edu se armó de paciencia. Yo me armé de siesta.
Después, tocaba buscar sitio para pasar la noche. En esta zona es un lío. Entre barreras anti-cámper, rumores de ladrones de autocaravanas y áreas naturales que ya estaban ocupadas por otros como nosotros (me recordó a Noruega, donde hay más cámpers que árboles), la cosa no pintaba fácil.
Y Google Maps, como siempre, nos trató como si fuéramos un tanque blindado con orugas. Cada dos por tres nos mandaba por caminos imposibles: carreteritas entre arbustos, con curvas que parecían dibujadas por un borracho y anchuras que no daban ni para abrir la puerta. Pero oye, nuestra cámper 4x4 lo aguanta todo. Y yo también.
Al final decidimos volver a un sitio que ya conocíamos. Aquí dormimos hace más de cuatro meses, cuando volvíamos de Italia hacia España. Es un aparcamiento amplio, sin vecinos, con vistas bonitas y esa sensación de “ya he olido esto antes”. La gran diferencia es que entonces las viñas estaban peladas como gallinas mojadas. Hoy están verdes, llenas de hojas, y dan sombra, vida y ese toque rural que a mi papi Edu le encanta.
Así que aquí estamos. Rodeados de silencio, viñas con pelo, y recuerdos frescos. No ha sido un día de grandes monumentos ni de paisajes épicos, pero sí de pequeños logros.
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