Nos despertamos en el aparcamiento del bosque de Bourbaki, donde habíamos pasado la noche. No es que fuera un bosque encantado ni digno de postal, pero como el tiempo estaba de buen humor, nos dimos un paseo antes de arrancar. Olor a hojas húmedas, troncos torcidos, ramas crujientes bajo mis patas... A mí me basta. Papi Edu iba medio dormido aún, pero andar le despeja las ideas. A mí me despeja las ganas de correr como un loco. Así que todos contentos.

Después del paseo, vuelta al coche y rumbo al norte. Hoy tocaba kilometrada de las buenas, de esas de apretar el culo en el asiento y mirar el paisaje pasar a ritmo de autovía. Pero ojo: sin peaje, que por esta parte de Francia todavía se puede rodar sin que te saquen los cuartos cada 30 km. Yo lo agradezco desde mi cama, con los ronquidos suaves bien puestos.

De repente, ¡señal a la vista! Cirque de Mourèze. Papi Edu y yo nos miramos como diciendo: “¿Esto qué es?” Y claro, había que explorar. El Cirque de Mourèze es, según entendimos, un paraje natural con formaciones rocosas calcáreas muy curiosas, como esculturas hechas por un gigante aburrido con un martillo. Algunas parecen figuras humanas, otras animales, y todo junto tiene pinta de ser un sitio peculiar. Pero no llegamos a comprobarlo en persona, así que lo dejamos en teoría interesante.

Nos desviamos al pueblo de Mourèze con ganas de aventura. Pero claro, el aparcamiento justo al lado del sitio era de pago. Como somos muy listos y un poco ratas, retrocedimos menos de un kilómetro y encontramos un aparcamiento gratis. Aparcamos con orgullo... y justo empezó a llover. No un chispeo simpático. No. Agua a lo bruto. Excursión cancelada. Adiós piedras mágicas, hola limpiaparabrisas.

Volvimos a la autovía como quien vuelve a casa después de un ligue fallido. Paramos al mediodía en un área de descanso, comimos, descansamos, y retomamos la ruta. Y entonces llegó uno de los momentos estrella del día: el viaducto de Millau.

Este bicho es un puente colosal que cruza el valle del Tarn, en el sur de Francia. Es el puente más alto del mundo, con pilares que parecen rascacielos y un diseño tan elegante que hasta los pájaros lo miran con envidia. Hace un par de años lo habíamos visto desde abajo, impresionados. Pero esta vez lo cruzamos por encima. Eso sí, pagar peaje es obligatorio. El puente se cobra su fama, no se anda con tonterías.

Después de cruzarlo, aparcamos en el área de Millau para verlo desde el mirador. Hay que subir unos 40 metros por un camino de casi medio kilómetro, pero yo subí con Papi Edu tan contento. Desde arriba, el puente se ve en todo su esplendor, y nos hicimos unos selfies con cara de “estamos en lo más alto del mundo” aunque a mí solo se me veía la punta del hocico.

Luego seguimos ruta. El día ya iba avanzado porque nuestra siesta post-comida fue un poco más larga de lo previsto. Tocaba buscar sitio para dormir. Encontramos un área para autocaravanas cerca de Sévérac-d'Aveyron, pero estaba llena de monstruo-campers del tamaño de una nave nodriza, y el sitio no tenía ni alma ni encanto. Así que seguimos.

Después de unos veinte minutos, encontramos nuestro rinconcito ideal. Está al inicio de un sendero, al borde de un bosque, con algo de sombra pero también con luz porque el sol se animó a salir otra vez. Hay hierba para revolcarme, una mesa de picnic para que Papi Edu se crea que está en una excursión organizada, ¡y un menhir! Sí, como en Astérix. Y a solo dos metros, justo al ladito, un Santísimo Cristo que nos vigila con cara de “no hagáis ruido por la noche”. Me da un poco de cosa, pero mientras no se mueva, todo bien.

Aquí vamos a pasar la noche. Tranquilos, con árboles al fondo, carretera cerca pero sin tráfico, y una mezcla de naturaleza, historia y espiritualidad. Falta solo una poción mágica... pero yo ya tengo mi cuenco lleno.

Mañana será otro día. Y con suerte, sin lluvia.