Día 10

Anteuil - Belfort - Michelbach

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Nos despertamos con un sol estupendo, en ese rincón entre trigo y bosque donde habíamos dormido como reyes. Ni un alma. Ni un ruido. Bueno, salvo mis patitas exploradoras sobre la hierba húmeda. Como el día pintaba bien y no había tornillos sueltos que apretar, nos lo tomamos con mucha calma. Sin bricolaje, sin trapos, sin aspiradora: ¡una mañana perfecta!

Sobre las once, con la elegancia de los que no tienen prisa, salimos rumbo a Belfort por carreteras departamentales que cruzaban campos verdes y colinas suaves. Una horita de coche, lo justo para una siestita canina.

Aparcamos directamente dentro de la fortaleza. Sí, dentro. Como si fuéramos nobles invitados y no viajeros con camper de batalla. La ciudadela es inmensa y parece diseñada por alguien que amaba los laberintos. Subimos a la muralla, pasamos torres, rampas, túneles… y llegamos a una terraza panorámica con bandera francesa y vistas que harían salivar hasta a un galgo con vértigo.

Después bajamos a buscar al famoso león de Belfort, ese que todos quieren ver. Es enorme, de piedra rojiza, y parece medio dormido, pero en plan “no me toques que te arranco la provincia”. Lo esculpió el mismo tipo que hizo la Estatua de la Libertad, pero este no levanta antorchas, solo cejas. Lo vimos desde un lateral y desde abajo. Acercarse más requería pagar entrada a un museo… y ya sabéis: museo igual a aburrimiento igual a cero pelotas.

Desde allí bajamos directamente al casco antiguo. En cinco minutos estábamos en la Place d’Armes, que parecía sacada de una peli: terrazas llenas (era viernes y hora punta para los estómagos franceses), casas de colores, ayuntamiento imponente y hasta un escenario en montaje. Deben de estar preparando un festival… o una rave medieval, quién sabe.

Papi Edu se metió un momentito en la catedral de Saint-Christophe, y luego seguimos paseando por las callejuelas. También encontramos otra plaza más pequeña con fuente y estatuas. Todo muy coqueto y agradable, aunque yo iba más pendiente de si alguien dejaba caer un trozo de croissant.

Como Belfort no es París, terminamos pronto y subimos de nuevo a la fortaleza para recuperar nuestro carruaje (también conocido como nuestra casa con ruedas). Salimos de la ciudad en busca de un sitio para comer, y lo encontramos entre una especie de autovía y un pequeño lago. Comimos tranquilos dentro de la cámper, y luego salimos a estirar las patas.

El lago era muy bonito, sí, pero parecía gestionado por un comité de aguafiestas. Un cartel enorme nos anunció que allí no se podía hacer prácticamente nada. Prohibido nadar, por supuesto. Prohibido hacer barbacoas, encender fuego en el suelo, fumar, ni siquiera patinar sobre hielo (¡en mayo!). Nada de naturismo, que es como decir que a uno no se le puede caer ni el bañador. Prohibidos los vehículos motorizados, las barcas, el camping y el caravaning, el aeromodelismo (¡ni un avioncito de papel!), el alcohol, la pesca sin licencia y, cómo no, tirar basura. Pero la cosa no acababa ahí. También estaba prohibido volar drones, arrancar o llevarse plantas, introducir animales o vegetales “exógenos” (es decir, si traes una planta de tu casa, te la confiscan). Los perros, con correa obligatoria, y si eres de esos perros de categoría 2 o 3, además con bozal. A mí no me miraron raro, pero por si acaso puse cara de “yo solo estoy aquí por el paisaje”. Total, que al final el lago parecía más una obra de arte para mirar desde lejos que un sitio donde disfrutar del agua. Ni bañarse, ni picnic, ni un chapuzón de patita… probablemente si me tiraba un pedete también estaba en la lista, solo que en letra pequeña. Pero bueno, creo que era un lago de abastecimiento de agua, de ahí tanta paranoia.

Después de un rato decidimos buscar un sitio más tranquilo para pasar la noche. Al final llegamos a otro lago, esta vez el Lac de Michelbach, cerca de un pueblo donde parece que el francés ya va perdiendo terreno frente al alemán. Aquí sí: aparcamiento amplio, dos campers más, un lago que es embalse, caminos de tierra, pájaros cantores, y ni una sola señal de “prohibido ser feliz”.

Antes de cenar nos dimos otro paseo por el lago. Todo muy verde, muy húmedo, muy tranquilo. Y ahora ya estamos recogidos, con todo en su sitio y listos para dormir como ceporros después de un viernes lleno de historia, ciudadelas, leones, lagos y carteles cabreados.

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