Por la mañana, paz absoluta. Ni un alma, ni un ruido, ni siquiera un zumbido sospechoso. Solo los árboles, el cielo y yo, que me dediqué a explorar los alrededores con toda la profesionalidad que me caracteriza: olfateo metódico, rastreo de cada brizna y algún pis extra para marcar territorio, por si acaso. Papi se lo tomó con calma, porque como él mismo dice: ¿para qué buscar sitios increíbles si luego sales corriendo sin disfrutarlos?
El plan era tener un día tranquilo. Pero Google tenía otros planes.
Nada más arrancar, nos mandó por un camino forestal que empezó bien, pero pronto se convirtió en un túnel vegetal. No era estrecho por el suelo, sino por los arbustos que nos apretaban por los lados y las ramas que nos daban collejas desde arriba. Al principio íbamos despacito, empujando hojas y ramitas como si el coche fuera un arado botánico. Menos mal que la pintura de la camper es dura de pelar. Pero el camino seguía cerrándose y al final... tocó dar marcha atrás.
Ahí la cosa se complicó: sin el morro haciendo de rompehielos, cada metro era una maniobra, y cada maniobra un suspense. Después de un rato de marcha atrás bajo las ramas —conmigo supervisando desde mi puesto de observación, por supuesto— encontramos un claro lleno de barro donde pudimos girar con dignidad. Bueno, con barro, pero con dignidad.
Después de esa aventura, las carreteras asfaltadas nos parecieron autopistas de lujo. Paramos un momento en un E.Leclerc: combustible para el coche y algunas cosillas para papi. Y luego seguimos por carreteras departamentales tranquilas, atravesando paisajes más suaves, colinas de cultivo, todo con ese aire de campo donde todo va a su ritmo.
A eso de las tres, con el estómago cantando la marsellesa, encontramos un rincón perfecto para comer: entre un bosque y un campo de trigo. Ni un camino, ni un sendero, ni una farola. Solo naturaleza a 360 grados. Comimos ahí, al sol, y decidimos que ese era *el* sitio. No íbamos a encontrar nada mejor hoy, así que apagamos el motor y nos instalamos.
Papi, como siempre, no sabe estarse quieto: hizo alguna limpieza, ajustó no sé qué cosa de la cocina y reorganizó algo que, según él, ya estaba “demasiado bien colocado”. Yo me dediqué a lo mío: siesta al sol, con las orejas medio caídas.
Eso sí, cuando el sol se fue, la temperatura se desplomó como si hubieran abierto la nevera del Jura. Así que a última hora ya estábamos dentro, calentitos, con la calefacción en marcha y cero ganas de movernos.
Hoy no hubo grandes montañas ni lagos épicos, pero tuvimos silencio, verdes infinitos y un descanso de los buenos. Que no es poco.
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