Hoy empezamos el día como a mí me gusta: sin hacer absolutamente nada. Bueno, nada no, guardar el sofá de la casa de Tito Antonio, que es una tarea muy seria y sólo apta para perros expertos como yo. Papi Edu se fue a la piscina con su hermano, el Tito Antonio, y me dejó al mando de la zona de descanso. No os preocupéis, todo ha quedado bajo control. No ha entrado ni una mosca sin mi permiso.

Cuando volvieron… ¡tachán! Regalito sorpresa: ¡pelotas nuevas! Tres, ni una ni dos. Perfectas, redondas, con olor a tienda de deportes y aventuras por venir. ¿Hay mejor forma de decir “te queremos” que una pelota? Lo dudo.

Después de comer (porque aquí en Holanda se come a una hora de desayuno tardío para nosotros), salimos a dar un paseo largo desde casa. Nada de coche, ni autovía, ni rotondas infinitas: todo a pata.

Fuimos por una zona verde enorme, con caminos para humanos, zonas para bicis y espacio de sobra para que un Bodeguero Andaluz de élite haga sus sprints. Había un pequeño lago con unos pilares de hormigón puestos así, en fila, para que los humanos jugaran a “salta y no te caigas”. Claro, ellos van saltando de uno al otro como si fueran cabras de circo. Yo no. Yo paso de juegos mojados. Di la vuelta corriendo por el borde del lago, con dignidad, y llegué antes que ellos al otro lado. ¡A ver si aprenden!

También vimos un molino, uno de esos típicos que solo pueden estar en un sitio: Holanda. Era grande, con aspas de verdad y todo. Papi sacó el móvil y zas, selfie de grupo con el molino al fondo. No es que me guste posar, pero bueno… hago el esfuerzo por la causa.

Después de tanta emoción, la tarde fue de relax: tumbados, mimos, digestión lenta. Lo justo para recargar energía y no perder la costumbre de la siesta perruna.

Y esta noche volvemos a lo nuestro: la camper, aparcada en su sitio fijo delante de la casa. Es como tener una casita portátil con dirección estable. Perfecta para dormir sabiendo que mañana… ¡puede pasar cualquier cosa!