🐄🌾 Vacas al acecho en el dique – ¡Casi me persiguen! 🌾🐄
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A veces el día empieza con calma… y se tuerce en calzoncillos. Esta mañana no habíamos visto a ni un alma. El sitio seguía tan tranquilo como la noche anterior. Silencio, bosque, pajaritos. Papi Edu pensó: “este es el momento ideal para arreglarse un poco”. Y sacó las tijeras, la maquinilla y el jabón, con la intención de hacerse un combo de peluquería y ducha a lo salvaje, en pelotas al lado de la camper.
Pero claro, el universo tiene sentido del humor. Justo cuando papi se había quedado en modo Adán pre-Eva, empezaron a llegar humanos. Humanos con perros. Humanos con ganas de andar. Humanos con ojos. Así que la ducha se convirtió en un festival de esconderse detrás de la puerta, cortar la barba a toda prisa y lanzarse dentro de la camper antes de traumatizar a media región.
Tras ese inicio lleno de adrenalina, salimos sobre las diez. El plan era claro: rumbo oeste, que ya tocaba volver a Holanda. Pero no fue un camino alegre. Las autovías en los Países Bajos están más llenas que una cama compartida con tres gatos. Camiones por todas partes, tráfico constante, y todo plano y gris. Papi Edu, que ya sabéis que se duerme solo de pensar en autovías, tuvo que parar un par de veces para espabilarse. Seguridad ante todo, incluso cuando el paisaje invita más a cerrar los ojos que a contemplarlo.
Cerca de Tilburg, hicimos una parada más larga. Encontramos un bosquecito simpático donde comimos en la camper. Yo supervisé desde mi alfombrilla mientras papi masticaba su ensalada rara. Luego dimos un paseíto entre árboles, más por higiene mental que por turismo. A mí me vino bien mover las patas y repasar todos los troncos marcados.
Después del descanso, afrontamos el último tramo hasta Barendrecht, el cuartel general de las emociones familiares. Llegamos a las cinco, y la recepción fue de alfombra roja canina: Britte, mi amiga humana chiquita, me recibió como si no hubiera perros en todo el país. Luego apareció Tita Wilma, y al rato vinieron Lars y finalmente Tito Antonio. ¡Cuántos olores familiares! Me sentí como en la gala de los Goya, pero con más caricias y menos discursos.
Por la tarde nos fuimos todos de paseo cerca de la casa de Tito Antonio. Caminamos por un dique precioso y por campos abiertos, con esa luz holandesa que hace que todo parezca un cuadro de museo. Bueno, todo menos las vacas. Las vacas de ese dique nos miraban raro. Muy raro. Y claro, cuando me miran así, yo ladro. Y cuando ladro… ¡corren! Y cuando corren, papi se asusta. Y cuando papi se asusta, me mira como si yo hubiera encendido la alarma nuclear. Pero sobrevivimos. Todos. Incluso las vacas.
Al anochecer volvimos a casa, y como manda la tradición, dejamos la camper delante de la casa, en nuestra parcela móvil de descanso. Aquí hemos dormido muchas veces, y aunque no tenga vistas espectaculares ni bosques salvajes, huele a hogar. Bueno, también huele un poco a queso francés, pero eso es otro tema.
Ahora me estiro a lo largo del pasillo, con la barriga llena, las patas limpias y el corazón contento. Mañana ya veremos. Pero hoy… hoy volvimos a casa.
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