La mañana arrancó tranquila, pero con ese aire de final de capítulo. Los cuatro humanos iban recogiendo sus cosas mientras yo me paseaba entre maletas y mochilas, supervisando que nadie se olvidara de mi manta ni de mis pelotas favoritas. El alojamiento había sido fantástico: limpio, cómodo, con vistas agradables al campo y ovejas que cantaban gratis. Pero a las diez en punto cerramos la puerta y arrancamos el coche, listos para la primera etapa del día.
La carretera, esta vez, era mayormente autovía, así que en apenas una hora y media estábamos en el aeropuerto de Dublín. Primero tocó dejar a las titas Nita y Mariola, que partían rumbo a casa; hubo abrazos, promesas de volver a vernos pronto y alguna risa nerviosa. Después, repostamos el coche de alquiler en una gasolinera casi pegada a la terminal y la dejamos en el área de devolución. Todo el proceso fue tan rápido y eficaz que casi esperábamos una ovación.
Justo al lado, en el Red Long Stay, nos esperaba una vieja conocida: nuestra propia cámper. Contentos de volver a tenerla, aunque con ese pequeño temor de “a ver qué nos hace hoy”, nos dirigimos a FastFit, un taller en Santry donde iban a cambiar la correa y las poleas del motor. Mientras el mecánico se ponía manos a la obra, papi Edu y tito Joan se refugiaron en un McDonald’s cercano para comer algo, porque un motor puede esperar… pero un estómago hambriento, no.
Pasaron un par de horas antes de que nos dieran las noticias: podían poner la correa nueva, sí, pero las poleas… ni rastro. Papi pagó los 100 euros del arreglo parcial y volvimos a la carretera con un “bueno, algo es algo”. Pero... no habíamos recorrido ni un kilómetro por la autovía hacia el norte cuando, de repente, ¡BUM! Un ruido seco que hizo que todos se miraran con cara de “¿y ahora qué?”. No era un pinchazo ni la correa, sino el tubo del intercooler, que había decidido independizarse.
Papi, con la calma de quien ya ha pasado por demasiadas, lo sujetó con una brida y, con las luces de emergencia encendidas, regresamos despacito al taller. Esta vez, el mecánico lo fijó con un tornillo, y tras las gracias de rigor volvimos a intentarlo. Salimos por carreteras secundarias primero y luego nos incorporamos de nuevo a la autovía. En una parada en Applegreen comprobamos la correa: de las siete estrías originales ya solo quedaban seis. Suspiro colectivo, un rezo rápido y adelante.
El Lidl de Dundalk fue la última escala para comprar lo necesario para la cena antes de seguir hasta Carlingford, donde aparcamos en el mismo muelle. Somos unas cinco autocaravanas y cámpers, todas enfrentando un viento que parecía empeñado en empujarnos al agua. Por suerte, por la tarde fue amainando, y la camper se balancea suavemente, como una cuna gigante, perfecta para cerrar un día que empezó con despedidas y acabó con nosotros arropados por el mar y el viento.
Añadir nuevo comentario