Vivir al ladito del Parque Nacional de Wicklow y no pisarlo parece un crimen… pero tranquilos, no llaméis a la policía. El plan de hoy era Dublín, y no por turismo espontáneo, sino por una misión especial: Tita Mariola estaba bajo presión de su madre para “ver la ciudad” sí o sí. Y cuando mamá da una orden, no hay plan B.
Así que salimos a las 10, rumbo norte, por carreteritas tan estrechas que si pasa un coche en sentido contrario tienes que decidir quién va al gimnasio para encogerse. Tras hora y media de curvas y paisajes verdes, llegamos a Dublín y aparcamos en un parking cubierto. Lo malo: costaba más de cinco euros por hora. Lo bueno: estaba justo frente a la Catedral de la Santísima Trinidad, muy elegante ella, como diciendo “bienvenidos, pero no olvidéis pagar el ticket del coche”.
Primer paseo: Catedral de San Patricio. Entrada a diez euros por persona, así que Papi Edu y yo nos quedamos fuera, en un parque precioso de al lado. Yo me dediqué a observar las palomas (muy de cerca) mientras los demás hacían una visita exprés por dentro.
Después nos fuimos a Temple Bar. Que no os engañe el nombre: no es solo un bar, es todo un barrio lleno de calles adoquinadas, pubs con fachadas de colores y música en vivo a todas horas. Un sitio tan fotogénico que incluso yo posaría (si me dieran salchichas).
Seguimos al Ayuntamiento y luego cruzamos el río Liffey por el famoso Ha’penny Bridge. Hace mucho, costaba medio penique cruzarlo; ahora es gratis, pero sigue igual de bonito, con su estructura blanca y su historia colgando en el aire.
En Grafton Street, la calle de tiendas y artistas callejeros, los humanos cayeron en un restaurante con “menú turista”. Camareros mexicanos, conversación en español y yo debajo de la mesa esperando que alguien dejara caer algo… cosa que, lamentablemente, no pasó.
Luego llegó mi momento favorito: el parque St Stephen’s Green. Un oasis verde en pleno centro, con lagos, flores y ardillas claramente inconscientes del peligro perruno. Allí vimos la escultura de la hambruna: figuras de bronce famélicas que recuerdan a las víctimas de la Gran Hambruna del siglo XIX. Hasta yo me quedé callado… y eso que mi tema favorito es la comida.
Hora de volver. Otra hora y media de carreteras estrechas, pero con parada en Blessington para café y tarta (humanos felices = perro feliz) y sprint final por Aldi para las compras de la cena.
Última noche con las titas. Entre risas, anécdotas y sobremesa, el día terminó con la misma certeza de siempre: Dublín es precioso… pero una buena siesta en casa es insuperable.
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