Día 95: Carlingford 🇮🇪 - 🇬🇧 Belfast

Carlingford, ruinas, tráfico loco y descanso en el bosque

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La noche prometía tranquilidad… hasta que el viento decidió organizar su propio festival. A eso de las cinco de la mañana la camper bailaba más que un grupo de mariachis en feria y a mi papi le entró el miedo de que la lona del fuelle saliera volando. En un visto y no visto, recogieron todo, bajaron el techo y salimos a buscar un refugio menos ventoso. Y, sorpresa: lo encontramos casi al instante. Apenas pasamos el castillo de Carlingford y apareció un pequeño aparcamiento tipo lay-by, donde el viento parecía haberse tomado el día libre. Allí, por fin, cerramos los ojos otra vez hasta las diez.

Claro que, después de semejante noche, no nos levantamos frescos como lechugas. Tocaba reparar un poco el desastre interno y luego sí, explorar el centro. Empezamos por el castillo de Carlingford, uno de esos que parecen sacados de un manual de “Ruinas con Encanto” y que, como muchos por aquí, solo se puede admirar desde fuera. Luego paseíto por el pueblo y visita a otra ruina, esta vez de una abadía, que le daba un toque aún más medieval al día.

Después cogimos el coche y pusimos rumbo al norte, cruzando otra vez a Irlanda del Norte. Primera parada: Spelgadam. La vista al lago artificial estaba bien… pero tampoco para escribirle un poema. Fue más bien una excusa para estirar las patas.

La siguiente misión fue Newcastle. Ahí, en lugar de olas, nos encontramos con una retención kilométrica. Justo al entrar, vimos un aparcamiento libre, lo tomamos y nos fuimos caminando al centro… y, la verdad, íbamos más rápido que los coches.

Entramos en un bar donde papi y Tito Joan pensaban comer, pero aquello estaba hasta arriba de hombres con faldas escocesas (muy probablemente por algún evento) y el ambiente era tan ruidoso que parecía un estadio en hora punta. Pidieron la carta, vieron los precios y salieron con las manos tan vacías como sus estómagos.

El pueblo parecía dividido por tipos de restaurantes: una zona de lujo para bolsillos valientes, otra de heladerías y otra de bares más informales. Fue en esta última donde finalmente comieron, y lo mejor: ¡yo pude entrar también! Todo estaba muy rico y sin asustar a la cartera.

Dimos un paseo hasta el final del pueblo, luego vuelta al coche y de allí, carretera hasta un viejo conocido: el aparcamiento en el bosque cerca de Belfast. Cuando llegamos, apenas había tres o cuatro campers, pero a lo largo de la tarde fueron llegando más hasta que sumamos unas ocho. Ahora, con todo en calma, toca dormir y recuperar energías… siempre que el viento no decida repetir función.

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