Salimos un poco tarde, sobre las once, porque papi Edu se había quedado charlando con unos vecinos irlandeses de cámper. Muy majos, aunque a mí me había importado poco porque no sacaron ni pelota ni galletas. Yo ya esperaba la aventura del día.
Diez minutos después llegamos a Grianán of Aileach, un fuerte circular de piedra levantado hace más de mil años por los reyes de Aileach. Desde fuera parecía una plaza de toros versión celta, solo que sin toros ni olés. Por dentro no había nada salvo césped y unas escaleras que permitían subir al muro. Lo mejor de todo eran las vistas: montañas, mar y campos verdes hasta donde me llegaba el hocico. Me puse en modo centinela, como si yo fuera el auténtico guardián del reino.
Seguimos la ruta, primero entre carreteras estrechas que parecían diseñadas por un topo y luego por la principal hasta Newmills. Allí paramos en el Newmills Corn and Flax Mill, un molino histórico que usaba la fuerza del río para moler grano y procesar lino. Yo me quedé cuidando el coche, muy digno, mientras papi Edu y tito Joan entraron a ver el museo. Cuando volvieron, contaron que aún hacían demostraciones con la maquinaria original. A mí todo eso me sonaba bien, aunque seguía pensando que el lino estaba sobrevalorado comparado con un buen hueso.
Media hora después llegamos al Glenveagh National Park, un sitio enorme lleno de montañas, lagos y supuestos ciervos (que yo olía, aunque no se dejaban ver). Aparcamos y comimos en la camper. Después tocó llegar al castillo, pero como el bus no admitía perros, tuvimos que hacer los cuatro kilómetros caminando. Yo iba delante, marcando el paso y disfrutando del paisaje: el lago a un lado, colinas verdes al otro y un silencio que solo rompía mi collar al sonar.
El castillo apareció al fondo como en una peli. Era un edificio del siglo XIX, con torres, almenas y todo el paquete medieval. Los viernes estaba cerrado, así que solo pudimos verlo por fuera, pero sus jardines estaban abiertos y eso sí que era un espectáculo: flores, senderos y rincones escondidos que parecían diseñados para perder la pelota a propósito.
Papi Edu decidió subir conmigo al mirador, mientras tito Joan nos esperaba en el patio del castillo. Para llegar seguimos el "67 steps walk". Aunque no había que pisar exactamente los antiguos 67 escalones, sí había que subir bastantes, y yo los subí en un suspiro, mientras papi Edu subía detrás refunfuñando como un dragón cansado. Arriba nos esperaba una vista impresionante: el lago brillante, el castillo diminuto y las montañas extendiéndose hasta el horizonte. Si yo llevara capa, posaría como rey de Glenveagh.
A las cinco empezaron a cerrar y tocó deshacer el camino de vuelta. Una horita andando, más tranquila esta vez, hasta llegar de nuevo al coche. Luego nos quedó otra prueba: casi cien kilómetros de carreteras llenas de curvas. Yo iba mirando por la ventana, con la lengua fuera, como si estuviéramos en una montaña rusa, mientras papi Edu conducía concentrado y tito Joan hacía de DJ.
Ahora estamos en un área de picnic cerca de Dunkineely, justo en la costa. Es un rincón precioso, con vistas al mar, césped fresco y una calma que invita a tumbarse sin pensar en nada. Papi Edu dice que es de los mejores sitios de Irlanda hasta ahora. Yo estoy de acuerdo: sin ruidos, sin extraños y con brisa marina. Para mí, es como encontrar el spa perruno definitivo.
Y así cerramos el día: entre castillos, escalones, paisajes infinitos y un descanso de lujo frente al mar.
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