Si alguna vez habéis dormido en una cuna de bebé colgada del techo, con alguien dándole empujones toda la noche… pues así fue nuestra cama rodante anoche. El viento se empeñó en mecer la cámper de lado a lado, como si quisiera probar hasta dónde aguantaban las ruedas. Yo traté de dormir pegado a papi, pero cada vez que cerraba los ojos, otra sacudida me recordaba que éramos una casita en mitad de un vendaval.
Por la mañana, abrimos los ojos y la otra autocaravana ya había desaparecido. Ni un ruido al irse, nada. Misteriosos estos viajeros. El cielo tampoco nos daba tregua: viento y chubascos, el tipo de tiempo que te arruga las orejas y te despeina hasta los bigotes. Así que la salida fue lenta, lentísima. Tanto, que no arrancamos hasta pasada la una.
Conducimos hacia el sur. Primero por carreteras estrechas que parecían hechas para carretas y ovejas más que para una cámper. Luego, por fin, autovía. Más de setenta kilómetros hasta que papi paró en un aparcamiento de una gasolinera Applegreen. Allí comimos, aunque no descansamos de verdad. Había trabajo pendiente.
Primero, el misterio de la tarjeta SIM, que funcionaba a ratos. Papi decía que podía ser por el cambio al “top-up”. Yo asentí con cara de experto, aunque en realidad lo único que me interesaba era el wifi gratis. Pero lo gordo era lo otro: encontrar billete de ferry para salir de Irlanda.
Aquí os explico algo importante: en muchos ferris hay “camarotes pet-friendly”. Eso significa que puedo estar con papi dentro del camarote, oliendo alfombras nuevas, roncando a su lado y mirando por la escotilla, en vez de quedarme 18 horas solo en la cámper, encerrado en el garaje del barco. Y creedme, 18 horas ahí abajo, sin poder salir ni olfatear nada, sería un infierno para mí.
El problema es que no era fácil. En las rutas de Irlanda a Francia los camarotes para perros vuelan. La opción Irlanda–España ya ni existe en septiembre, es solo cosa de verano. Irlanda–Gales podría ser, y luego cruzar todo Inglaterra hasta Dover o Harwich, para luego coger otro ferry al continente. Pero esa opción era más cara y a papi le daba pereza conducir tanto por Inglaterra.
Después de darle muchas vueltas, ¡bingo! Encontramos un billete con camarote pet-friendly de Rosslare a Cherbourg, para el 23 de septiembre. Una fecha, una salida, un plan claro. Yo casi meneo la cola de la emoción.
Con el trabajo hecho, papi aprovechó para usar la ducha gratis de la gasolinera. Salió fresco, perfumado y con cara de humano nuevo. Yo, mientras tanto, lo vigilaba todo desde la ventana, como director de operaciones.
Volvimos a la carretera y, tras apenas quince minutos, llegamos a Kilkenny. Aparcamos en el parking de un parque y salimos a estirar las patas. El paseo por el canal —el famoso Canal Walk— fue un regalo. Agua a un lado, árboles que parecían peinar el cielo al otro, y yo con la nariz pegada al suelo, descifrando mensajes secretos de todos los perros de la ciudad. El castillo de Kilkenny lo vimos de lejos, muy lejos, como un gigante que se escondía tras las casas. Una pena, porque yo ya me veía explorando mazmorras.
Quizás podríamos habernos quedado a dormir en ese mismo aparcamiento, pero papi prefirió otro, más amplio y tranquilo, en Dunmore, a unos veinte minutos en coche. Llegamos a las ocho y media y allí estaba: una cámper con matrícula de Brasil. ¡Brasil! Yo no podía creerlo. Qué viaje tan loco tienen que estar haciendo esos humanos.
Por la noche cierran el aparcamiento, pero las cámper pueden quedarse dentro. Así que aquí estamos, a salvo tras la verja. Y, lo confieso, el contraste con la noche anterior es increíble: aquí no se mueve ni una hoja. Tan tranquilo, tan en silencio, que hasta el viento parece haberse ido de vacaciones. Yo me acomodo en mi manta, cierro los ojos y pienso: esta sí que será una noche de sueño profundo.
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