Hoy el plan es sencillo: no hacer nada. Después de tantas semanas de corretear por castillos, ruinas, acantilados y pueblos con titos y titas, papi y yo estamos cansados. Es como cuando corres detrás de la pelota, la atrapas diez veces seguidas, y de pronto dices: “vale, ahora necesito un rato para tumbarme en la manta”.
Salimos tardísimo, a la una y media, como si el reloj también necesitara vacaciones. Condujimos casi cien kilómetros sin prisa, solo con la radio como compañía y yo mirando por la ventana a ver si cazaba alguna sombra de pájaro.
La única parada fue en Tipperary, en un centro comercial. Papi se metió en un Dunnes, no en un Lidl esta vez, y salió con bolsas de comida y alguna cosilla más. Yo lo recibí como inspector oficial: olí cada bolsa, revisé cada paquete, y confirmé que nada de lo comprado era para mí. Injusticias modernas.
Después de eso, tocaba buscar un sitio para comer y descansar. Tras unos veinte minutos lo encontramos: un claro en el bosque, al lado de una carretera de grava. Casi no pasa nadie, pero de vez en cuando aparece algún humano con perro. Algunos se quedan mirando la cámper como si fuera una nave espacial caída del cielo, y papi charla un rato.
El lugar no tiene vistas espectaculares, ni acantilados, ni montañas que corten la respiración. Pero es tranquilo, y eso es justo lo que necesitamos. Aquí se escucha el viento entre los árboles y, de vez en cuando, un ladrido lejano que responde al mío. Yo me acomodo, papi suspira como quien por fin suelta el volante, y los dos pensamos lo mismo: no necesitamos más. Aquí nos quedamos a dormir.
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