Amanecimos sin prisas, como los perros sabios que saben que el mundo no se va a escapar mientras uno se espatarra un rato más. Después del desayuno perruno y humano, subimos al castillo de Dunhill, que más que castillo parece el esqueleto de uno que se olvidó de ponerse carne. Ruinas abiertas, gratis y sin vallas: lo que viene siendo mi parque de aventuras medieval. Dicen que fue construido hace más de setecientos años por los Fitzgerald, esos nobles que se ve que no conocían los albañiles modernos ni el hormigón. Yo olfateé cada piedra como si estuviera buscando el último hueso templario. Desde arriba se ve todo el valle y yo ladré al viento como si estuviera convocando a mi ejército de ardillas imaginarias.
Pero el verdadero tesoro estaba abajo: el Anne Valley Trail, un camino que serpentea como lombriz feliz entre el río y los árboles. Cuatro patas perfectas para dos quilómetros y pico hasta la playa de Annestown. Olores a sal, vacas lejanas, patos ofendidos y humanos respirando hondo como si hubieran descubierto el pulmón por primera vez. El sol nos acompañaba sin achicharrar y yo iba marcando territorio como artista abstracto del pis.
Cuando llegamos a la costa me asomé como capitán pirata en busca de gaviotas con complejo de diva. Nada más que brisa marina, rocas y un silencio de postal. Y hala, vuelta por el mismo sendero, que mis patas ya se sabían el camino como quien hace el truco de teletransporte.
A eso de las tres papi dijo la palabra mágica: coche. Tres cuartos de hora conduciendo hacia el este hasta Passage East, donde descubrimos que existía una lancha enorme que se come coches, humanos y perros sin condimentar: el ferry. Diez eurazos, menos de diez minutos y ni tiempo para marearme del susto. Atravesamos el estuario del río Barrow sin rodeos. Yo estaba listo para saltar al agua a lo vigilante de la playa, pero papi me recordó que no tengo flotador homologado.
En Ballyhack desembarcamos con elegancia de perro diplomático y bajamos directos hasta Hook Head. Allí se alza el Hook Lighthouse, que no es cualquier torre con bombilla: es el faro en funcionamiento más antiguo del mundo. Lleva más de ochocientos años guiando barcos sin jubilarse, desde que unos monjes encendían hogueras en lo alto para evitar que los marineros acabaran aparcados en los acantilados.
Papi Edu se fue al tour guiado de las cuatro, el último del día, mientras yo me quedé vigilando la cámper como comandante en misión secreta. El guía contó cómo el faro se construyó en el siglo doce por los monjes del monasterio de Rinn Dubhán, que mantenían una llama viva noche tras noche. Habló de naufragios, piratas, vikingos despistados, reformas, nuevas lámparas y leyendas que olían a sal, humo y miedo. En el grupo había cuatro americanos que se reían hasta cuando el guía respiraba. Papi salió encantado, diciendo que había aprendido más historia allí que en años de cole.
El guía, muy majo, le dijo a papi que podíamos pernoctar dormir al final del aparcamiento donde no había cartel de prohibición como en el resto del aparcamiento. Pero el viento allí no soplaba: daba bofetadas. Así que emprendimos retirada rodante.
El primer sitio bueno que encontramos fue el aparcamiento de Tintern Abbey, viejo conocido de nuestras siestas profundas. No paramos para roncar, sino para comer. Eran ya las seis y media y papi aún no había almorzado, aunque desayunó casi a mediodía. Yo aporté compañía fiel y dos miradas mendicantes por si caía algo.
Después de llenar el depósito estomacal salimos otra vez sobre ruedas. Pero Google Maps decidió hacer un chiste sin gracia y nos mandó por un rodeo absurdo: cuarenta quilómetros en vez de veinte. Yo sospecho que la app tiene acciones en gasolineras.
Pasadas las ocho y media llegamos a un aparcamiento chulísimo junto a la costa, con vistas que hasta un gato admiraría en silencio. Al llegar había varios coches y una autocaravana, pero uno a uno se marcharon todos, como si alguien hubiera anunciado ducha obligatoria. Ahora el lugar es nuestro reino nocturno, solo viento suave, rocas, olor a mar y campo de estrellas para tumbarse panza arriba.
Esta noche duermo de espía costero por si aparece algún vikingo tardío, un cangrejo ambicioso o una gaviota con ganas de gresca. Papi sueña con faros y ferris. Yo con el bocata invisible que olí en el castillo por la mañana.
Añadir nuevo comentario