Después de la paliza gloriosa de ayer, hoy tocaba modo ahorro de patas. No porque estemos viejos —bueno, papi sí un poco— sino porque a veces hay que parecer relajado para que el destino no sospeche que le tienes un plan. Nos levantamos sin prisas, desayunamos con calma y dejamos que el mediodía nos alcanzara antes de arrancar la cámper. Yo lo llamo filosofía siestística.
Unos treinta minutos de coche y llegamos a Ballyhealy, una playa que olía bien pero miraba regular. Mucha piedra, poca chispa. La inspección perruna fue breve: dos olisqueos, tres suspiros y experiencia archivada en “playas que existen y ya”.
Así que seguimos hacia el norte. Atravesamos Wexford, que parece una ciudad que se cree más grande de lo que es, y papi se metió en un centro comercial a cazar tesoros. Volvió con las manos vacías y cara de “al menos había baño”. Yo no pregunté, por empatía y por higiene mental.
El plan mejoró cuando llegamos a Curracloe. Aparcamos en una zona natural donde alguien, con mucho arte burocrático, había cerrado medio aparcamiento con una barrera de dos metros y un palito, dejando la otra mitad abierta. Yo lo interpreté como una prueba de inteligencia humana que salió regular. Comimos allí, cada uno a su estilo: él con cubiertos, yo con actitud.
Luego nos lanzamos al paseo del día: playa más reserva, combinación ganadora. Curracloe Beach es de esas playas que no se acaban ni con GPS: ancha, limpia, con arena tan fina que da pena no enterrarte algo. Yo corrí como si hubiera firmado contrato con una marca de pienso (aunque todos sabemos que eso no pasará). La pelota volaba, yo volaba detrás y el viento me peinaba como a una estrella del rock de baja estatura.
Al otro lado, el Raven Nature Reserve: dunas, bosque, senderos que huelen a zorro y a historia antigua, y árboles que parecen guardianes verdes del reino arenoso. Papi caminaba como humano feliz, yo marcaba cada esquina como ministro de territorios olfativos. Nada de sol tostador, pero sí luz bonita y aire perfecto para no sudar ni resoplar.
Cuando ya teníamos las patas satisfechas volvimos al coche. Dormir allí no está permitido, y aunque yo ofrecí hacerme pasar por cartel disuasorio, papi dijo que mejor no tentar la suerte.
Media hora más de coche y llegamos al aparcamiento de Paddy’s Rock. El nombre suena a acantilado marinero, pero en realidad está en la zona de Forth Mountain: colinas cubiertas de brezo, caminos entre rocas antiguas y vistas que parecen hechas para druidas con perro. Nada de costa cerca, solo silencio de bosque bajo, aire limpio y el olor a tierra que guarda secretos. Zona preciosa, nadie alrededor, ni coches, ni humanos, ni ovejas curiosas. Solo nosotros aparcados como reyes discretos entre piedras y arbustos.
Perfecto para nuestra última noche en esta isla de castillos rotos, playas interminables y guías turísticos que hablan más que las gaviotas. Yo dormiré con la pelota cerca y la trufa alerta. Mañana… bueno, mañana será otro hueso que ya roeremos.
Que bien chuly, !!!!te veo en forma quédate otra semanita aquí aún hace mucha calor. Muchos besitos a papi 😘