Yo pensaba que los últimos días en un país eran para dormir, vaguear y oler culos ajenos en paz, pero no. Despertamos en uno de los sitios más chulos donde hemos estado nunca. Silencio, vistas, olorcito a hierba húmeda y romero, ni un humano roncando cerca. Yo hice el primer pipí con elegancia de lord irlandés y papi Edu se desperezó como si hubiéramos dormido en un hotel de cinco huesos.
Nos dimos un paseo desde el aparcamiento, dos kilómetros o así, pero los míos cuentan por cuatro porque mis patas son cortas y me entretengo oliendo todo. Llegamos a una roca con su cruz plantada en lo alto, todo muy dramático, muy “Jesús estuvo aquí pero se fue porque hacía viento”. Las vistas eran tan bonitas que hasta yo dejé de buscar conejos imaginarios un minuto entero. Luego volvimos al coche con esa sensación de “buah, hemos triunfado”.
Salimos ya después del mediodía, sin prisas pero sin pausa, como los galgos jubilados. Íbamos rumbo a Rosslare, pero papi quiso hacer una paradita curiosa en Carrigfoyle Quarry. Normalmente está cerrado con una barra a 2,1 metros, y nuestro coche mide justo eso más mis orejas. Pero sorpresa: abierto porque había un camión de mantenimiento dentro. Entramos sigilosos como ninjas de gasóleo.
¿Y qué es ese quarry? Pues una cantera que se llenó de agua y ahora parece un laguito profundo, tranquilo y bastante misterioso. Yo lo olí bien: huele a roca mojada y a historias raras de humanos que tiraban piedras al agua cuando no existían los móviles. Estaba bonito, pero papi pensaba en la barra como si en cualquier momento fuera a caer y dejarnos atrapados para siempre en el reino de los camiones aburridos. Así que echamos un vistazo rápido y nos fuimos antes de que la paranoia nos cerrara el paso.
Siguiente parada: Rosslare. Papi aparcó justo delante de la lavandería en una gasolinera donde había una lavadora industrial rugiendo como un dragón en huelga. Ahí plantamos la ropa sucia y él se puso a charlar con un tipo un poco raro pero majete. Vive allí en una tienda de campaña porque ya no puede pagar su piso. Y a esas horas ya llevaba más cerveza que sangre. A mí me cayó bien: me dijo “hello doggo” y me guiñó un ojo como si compartiéramos secretos de piratas.
Después de hora y media, ropa limpia y la mitad doblada (la otra mitad rodó por la cámper como croquetas escapistas). Apenas nos movimos cien metros hasta el SuperValu, ese supermercado que parece que te cobra un impuesto por respirar dentro. Papi compró lo imprescindible para comer ahora y sobrevivir las 18 horas de barco: pan, algo de fiambre, botellas de agua y seguramente algo que huele fatal pero que él llama “queso fuerte”.
Desde allí otro mini viaje en coche, hasta un aparcamiento junto al memorial del vuelo Aer Lingus 712. Yo escuché “aer” y pensé en orejas, pero no. Fue una tragedia aérea en 1968: un avión que iba de Cork a Londres se cayó al mar y murieron 61 personas. El memorial es sobrio, gris y silencioso, como si el viento se hubiera quedado allí a recordar a la gente. Papi se quedó pensativo un momento y yo me senté a su lado, porque a veces lo mejor es acompañar sin ladrar.
Luego comimos en la cámper, papi terminó de doblar la ropa y preparó los bocadillos para el barco. A las siete nos fuimos al puerto, que está a dos ladridos de distancia porque Rosslare es tan pequeño que si estornudas sales del pueblo. Check-in rápido con el coche y veinte minutos después ya estábamos metidos en el ferry de Stena Line. Yo pensé que tendríamos que esperar horas, pero no: esto fue más rápido que yo cuando oigo abrir el queso.
Bajamos del coche en el garaje y subimos al camarote pet-friendly. Hay un montón, como 40 o 50, todos iguales: cama, baño, mesa, camas raras y un cartel diciendo lo que no puedes hacer. Lo de “pet-friendly” es más “Stena-friendly”, porque cobran un extra que da para comprarme cien salchichas. Detalles: los perros no pueden subir a la cama (yo subí el primero, con mis cuatro patas sobre la almohada), no pueden ir por el barco salvo a una terraza en popa donde hay unas alfombras de cesped artificial para que hagamos pipí y popó. Yo, por supuesto, hice lo mío al lado. Uno tiene dignidad.
Ah, y tampoco podemos quedarnos solos en el camarote. Al otro lado del pasillo hay un chihuahua que ladra cada vez que alguien respira. Igual lo han encerrado en una mochila por error, quién sabe.
Salimos un poco antes de la hora, a las 20:45 en vez de a las 21:00. El barco puso rumbo a Cherbourg, en Francia. Son unas 18 horas de mar abierto, donde yo veré mucha agua y cero gaviotas dentro del camarote. Durante la travesía se pasa por el mar de Irlanda, luego el canal, y finalmente la bahía de Cherbourg. Yo no entiendo mucho, pero sí sé que la cosa se mueve y que cuando el barco vibra parece que me rascan la barriga desde dentro.
Papi aprovechó el baño privado para cortarse el pelo, arreglar la barba y ducharse media hora. Yo lo miré como si fuera un peluquero pirata. Después me dejó solo un ratito y fue a explorar el barco. Volvió diciendo que parecía un crucero fantasma: casi nadie a bordo y casi todo cerrado. Bares apagados, discoteca muerta, cine fantasma, y la tienda daba la impresión de haber sido saqueada por corsarios low-cost.
Esta noche no dormimos en la cámper, sino en el barco. Yo aún no he decidido qué cama voy a conquistar primero, porque si no puedo subir, me entreno y salto mejor. Papi guarda los bocadillos como si fueran oro y tenemos agua, mantita y mis peluches.
Así que cierro Irlanda con el hocico en alto: verdes colinas, playas frío-húmedas, humanos majos y cerveza por todas partes, aunque yo no probé ni una gota. Mañana llegaremos a tierra francesa y ya veremos qué locuras nos esperan. Si hay otro memorial, otra cantera o un lago prohibido, allí estaré yo, listo para oler, comentar y mear donde no toca.
Y ahora sí… a roncar con estilo marinero.
Añadir nuevo comentario