Día 150:

 

Rigny-Ussé – Villeloin-Coulangé

Castillos, lluvia y arte de aprovechar cada parada

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Anoche dormimos tan bien junto al Loira que esta mañana nos costó despegar el hocico de la almohada. No por sueño, sino por puro gusto. Ese rincón escondido entre árboles y silencio olía a paz… y a barro húmedo, que también tiene su encanto perruno. Pero mientras yo hacía estiramientos de lomo y supervisaba patos imaginarios, papi Edu estuvo en “modo humano serio”, resolviendo cosas importantes que ni se pueden olfatear ni morder. Cosas de papis.

El cielo amaneció gris panza de ratón pero ni rastro de lluvia, así que arrancamos con calma. Dirección: Langeais. Sí, otro pueblo con castillo, porque Francia parece haberlos cultivado como champiñones hace siglos y no han parado desde entonces.

Para entrar cruzamos un puente colgante precioso, el Puente de Langeais (Pont suspendu de Langeais para los locales). Es largo, elegante y parece sacado de una peli donde siempre hay niebla y un carruaje misterioso. Yo no vi carruajes, pero sí coches que pasaban demasiado rápido para mi gusto.

Aparcamos casi en la alfombra del castillo, que es de esos con torres puntiagudas y aire de “vivo en el siglo XV pero me conservo bien”. Y aunque la intención inicial era sacarme una foto con el puente, al final la sesión oficial fue conmigo y el castillo de fondo. Mucho más regio, si me preguntáis a mí.

Paseamos por el pueblo, que estaba tranquilote, y rodeamos el castillo lo justo para que papi sacara fotos y yo dejara mi aroma educado. Luego caminamos hasta cerca del puente para hacerle una foto como se merece: con pose de influencer medieval y perro protagonista (aunque sin perro esta vez, porque al jefe se le fue el santo al cielo).

Volvimos al coche y cruzamos el puente otra vez, esta vez rumbo sur y luego hacia el este. La panza nos gruñía —a mí más que a papi, obviamente— así que buscamos un área de picnic. Aparcamiento, mesa, césped y táper en la cámper. Todo iba bien hasta que el cielo dijo “ahora sí” y empezó a llover. Con ganas. Y claro, todos nuestros planes… ¡puf! A la basura. Aunque siendo sinceros: no teníamos ninguno. Así da gusto que se fastidien.

Solución humana: carretera y manta. Dos horas conduciendo bajo lluvia salpicona hasta llegar al área de autocaravanas de Loché-sur-Indrois. Pero solo de paso, porque había que cargar agua limpia y vaciar la gris y allí se podía hacer gratis. Yo supervisé desde la puerta con gesto profesional. Papi Edu, como siempre, sacando lo mejor de cada lugar: uno para llenar, otro para dormir, otro para fotos… es como un sabueso de oportunidades, pero en versión humana.

Después seguimos unos minutos hasta Villeloin-Coulangé, donde está el área buena de verdad. El agua aquí es de pago, pero como ya lo habíamos solucionado antes, llegamos ligeros y sin gastar ni una moneda. Aquí el terreno y la tranquilidad son gratis y suficiente.El sitio es impecable: césped mullido, espacio ancho, y tres autocaravanas contando la nuestra, aparcadas en círculo como si estuviéramos a punto de invocar al espíritu de la siesta.

La lluvia seguía cayendo con ritmo de gotero triste, así que nos recogimos en la cámper sin remordimientos. Ni paseos largos, ni pueblos nuevos, ni castillos extra. Solo el murmullo de la lluvia, un papi tranquilo y un perro bien enrollado. Aquí nos quedamos a dormir, aunque el Loira ya no se vea. Mientras haya techo, manta y cena, el resto es atrezo.

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