La mañana empezó como si el cielo se hubiera enfadado con todo el valle: lluvia a cántaros, viento para despeinar gaviotas y el sonido de gotas golpeando el techo como si nos estuvieran lanzando garbanzos desde una avioneta. Las otras dos autocaravanas del área tampoco daban señales de vida: ni puertas, ni humanos, ni perros, ni valientes. Así que nosotros, con toda la dignidad de expertos en supervivencia cámper, nos quedamos bajo manta hasta que el cielo dejó de escupirnos encima.
Cuando por fin escampó lo justo para no flotar, salimos pasado el mediodía. Primera misión del día: Intermarché de Châtillon-sur-Indre. Papi entró con su lista mental de “cuatro cosas”, que siempre se convierte en diez, mientras yo me quedé en el coche a vigilar que nadie nos robara el salpicadero. Al lado había un Bricomarché, lo cual activa los instintos ancestrales de bricopapi. Entró como quien va a por madera medieval, pero salió sin tornillos, sin sierras… y con un nuevo compañero para mí: un perro de peluche que pita cuando le muerdo. Menos mal, porque mi viejo amigo el hipopótamo estaba ya pidiendo jubilación por invalidez.
Después pusimos rumbo sur, casi una hora de carretera hasta el Domaine de Picadon, donde está el famoso Étang du Couvent. Esta zona forma parte del Parque Natural de la Brenne, un territorio lleno de estanques, humedales y pájaros con nombres que suenan a francés con tos. Aquí el plan no es tanto pasear perros como observar aves. Y por observar quiero decir: esconderse detrás de cortinas de camuflaje y esperar a que un pato exótico estornude.
Comimos en la cámper y luego dimos un paseo alrededor del estanque. Yo con alegría de perro libre; papi Edu con cara de “esto es bonito, pero a mí un charco con glamour no me emociona”. Lo entiendo: la Brenne es para fans de los prismáticos, no tanto para fans de las montañas o de los quesos.
Pasamos por un observatorio, de esos de madera con ventanitas, y lo más salvaje que vimos fueron dos cisnes a kilómetros de distancia y un mosquito con ganas de protagonismo. Mientras tanto, en el aparcamiento, los pros del pajareo sacaban sus arsenales: trípodes más altos que yo de puntillas, telescopios con pinta de bazuca y cámaras que podían fotografiar el ADN de una garza desde Lisboa. Algunos iban vestidos de camuflaje como si esperaran que el pato les ofreciera las llaves del estanque.
Podríamos habernos quedado allí a dormir —hay espacio de sobra y nadie molesta a los locos del plumaje— pero el sitio tenía el encanto de un zapato mojado. Además, la cobertura de datos era tan mala que enviar un whatsapp habría requerido tambores y señales de humo.
Así que, ya cerca de las siete, arrancamos y condujimos media horita más hasta un sitio como los que nos hacen dar volteretas de felicidad interior: cerca de Chitray, junto al río Creuse, escondidos entre árboles, sin vecinos, sin farolas, sin normas colgando de señales. Solo agua tranquila, silencio y nuestro hogar sobre ruedas. Aquí sí, aquí nos quedamos a dormir. Entre raíces, reflejos y aire que huele a musgo y libertad.
Y con mi nuevo peluche-perro roncando conmigo, el día terminó mejor de lo que empezó… aunque sin un solo pájaro famoso que lo certifique.
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