Día 160:

 

Clergoux – Col de Redondet

De cascadas ocultas a la cima del Puy Mary al atardecer

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Nos despertamos tarde, de esos despertares en los que ni sabes si es mañana o martes por la tarde. Hacía un día precioso: cielo limpio, aire fresco sin pasarse y ni una sola bellota asesina cayendo sobre el techo. Antes de arrancar, dimos un paseo hasta el lago al lado del aparcamiento. Muy bonito, sí… pero frío como la lengua de un pingüino. Ideal para fotos, no para chapuzones. Luego papi hizo la rutina camperista: llenar agua limpia, vaciar grises, y yo inspeccionando cada bocana como si allí vivieran topos ninja.

Salimos pasado el mediodía rumbo este, dirección río Dordoña. La carretera subía, bajaba y daba curvas como si tuviera mareo. Paramos en un mirador donde el río hacía una curva tan perfecta que parecía hecho con compás. Después cruzamos un puente elegante y un rato más tarde llegamos a la presa de l’Aigle. Yo pensaba que sería algo soso, pero era enorme y con paisaje de película. Papi se puso modo National Geographic y yo modo experto olfateador.

Seguimos hasta la cascade de Salins. Antes de llegar, papi dijo que seguramente sería “una chorradilla de agua y ya está”. Aparcamos, caminamos… y ¡zas! Sorpresón. Un salto de agua alto, con musgo, rocas y un camino que pasa por detrás sin mojarse, como túnel mágico pero sin ogros. Nos gustó más de lo esperado, y encima descubrimos que había una ruta circular de una hora. Pues hala, a dar la vuelta entre bosque, piedras húmedas y olores sospechosamente deliciosos.

Al volver a la camper, seguimos carretera al sur… hasta que papi vio un cartel: “Puy Mary”. Consultó el móvil, le brillaron los ojos humanos y cambió el plan en dos ladridos. Pasamos por Salers (muy bonito desde la ventana) y seguimos subiendo. Veinte kilómetros de curvas y paisaje de postal.

Arriba estaba el gran aparcamiento del Puy Mary, pero nuestro destino era otro: el col de Redondet, un sitio de Park4Night. Está a unos mil quinientos metros de altura, y se nota en el aire y en cómo suenan mis resoplidos. Había señales de “route barrée”, pero los avisos estaban antes, así que seguimos. El corte real estaba detrás del sitio donde queríamos quedarnos. Perfecto. El lugar era una maravilla: carretera vacía, vistas panorámicas, silencio de verdad y aire que olía a libertad con oveja lejana.

Aparcamos, comimos rápido (yo retiré migas con eficacia profesional) y a las seis y media papi decidió subir al Puy Mary, que está a mil setecientos ochenta y pico metros. Pero nada de escaleritas cómodas: elegimos el camino empinado, salvaje, lleno de piedras y olor a historia geológica. Yo feliz, porque cada roca contaba un cuento.

En poco más de media hora estábamos en la cima. Eran las siete, justo antes de la puesta del sol. Los colores del cielo parecían inventados: naranjas, rosas y sombras largas como culebras perezosas. Yo recortado contra el horizonte, papi sacando fotos como loco.

Bajamos por el camino arreglado con escalones, pasamos andando por el aparcamiento grande y luego todavía quedaba más de un kilómetro hasta la cámper. Llegamos casi de noche, cansados como galgos después de una maratón, pero felices.

Y aquí nos quedamos a dormir: solos, altos, y con la sensación de haber tocado el cielo con las patas.

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