Hay mañanas en las que papi Edu se cree atleta olímpico del despertar temprano. Hoy incluso puso un despertador, cosa que nunca hacemos salvo emergencia estilo “se acaba el queso” o “hay que huir de un tractor”. Pero solo media hora antes de lo normal, tampoco os penséis que nos metimos en la legión. Según él, hay que “optimizar los días porque anochece antes”. Según yo, había sitio de sobra para dormir otra cabezadita. Pero bueno, salimos a las once en vez de al mediodía y papi estaba orgullosísimo, como si hubiera escalado el Everest con chanclas.
Después del palizón turístico del día anterior, hoy tocaba jornada light. Quince minutos en coche y llegamos a Aurillac. Aparcamos delante del Decathlon y, como siempre que huele a ropa nueva y tarjetas temblando, me quedé en el coche. Papi entró y salió feliz como un cachorro con pelota nueva: dos camisetas y unos zapatos. Yo esperaba chuches, pero parece que no venden huesos en la sección de montaña.
Siguiente parada: supermercado E. Leclerc. Repetimos jugada. Yo al coche, él a llenar bolsas como si viniera una guerra de espaguetis y papel higiénico. Salió con tanto que pensé que íbamos a tener que dejarme a mí atado fuera para hacer sitio. En la camper montamos el famoso tetris del avituallamiento: latas aquí, tomates allá, pan aplastado en hueco misterioso… y yo supervisando todo desde mi cama como capataz senior.
Ya sonaban mis tripas y las suyas, así que condujimos quince minutos rumbo sur y aparcamos en un área de picnic. Papi cocinó, comió y recolocó medio supermercado dentro de los armarios como si entrenara para los Juegos Olímpicos del orden. Yo hice lo mío: mirar fijamente su plato, por si caía gravitacionalmente algo interesante.
Después del descanso, arrancamos y nos hicimos unos treinta kilómetros hasta Conques-en-Rouergue. Pero no entramos al pueblo, porque papi había fichado en Park4Night una pradera secreta junto al río Lot. Y ahí sí que dije: ¡guau, guau y requeteguau!
El río Lot es de esos que parecen pintados con pincel fino: tranquilo, ancho, con reflejos que hacen cosquillas a los ojos. Huele a hierba mojada, a hoja vieja y a aventura sin prisa. El sitio estaba escondido entre árboles, con una pradera suave que invita a echarse panza arriba y soñar con ardillas imposibles.
El sol calentaba justo lo necesario, ni fritura ni fresquete. Papi decidió que el plan del resto del día consistía en: nada. Pero nada del bueno: leer, sestear, observar al río y dejarme olfatear cada brizna de hierba como si buscara oro macizo.
Entre cochecitos cortos, compras sin mí y un aterrizaje relajado en esta pradera de postal, hoy no hubo puestas de sol épicas ni montañas escaladas. Pero os digo una cosa con la lengua fuera y la cola orgullosa: a veces, un río y una siesta son mejores que mil miradores.
Y aquí nos quedamos a dormir, con los patos de vecinos y el Lot susurrando historias que no entiendo, pero me gustan igual.
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