A ver, que uno se despierta en una pradera junto al río Lot y lo mínimo es tomárselo con filosofía. Abrí un ojo, olí el aire fresco, escuché los pajaritos y pensé: “Si papi tarda un poco en arrancar, no seré yo quien proteste.” El sol empezó a calentar y nos quedamos un buen rato vagueando fuera, como lagartijas con pelo.
Pero al final llegó la hora de mover ruedas. Salimos al mediodía rumbo a Conques, que estaba a cinco minutos, aunque mi olfato perruno ya sospechaba que cinco minutos humanos siempre acaban en media excursión. Llegamos, y sorpresa: ni una plaza gratis salvo que quisiéramos subir al pueblo a pata desde Mordor. Así que coche al aparcamiento de pago: seis euros. Yo pensé que por ese precio igual venía con cuenco de snacks, pero nada.
Conques es uno de esos pueblos que parece sacado de un cuento medieval, con casas de piedra, tejaditos grises y cuestas de las que hacen sudar hasta a las pulgas. Las calles huelen a madera vieja, pan recién horneado y turistas en modo contemplación. Y además, está en el Camino de Santiago, lo que explica la cantidad de humanos con mochilas gigantes y cara de “¿pero cuánto falta?”.
La iglesia abacial de Sainte-Foy domina el centro del pueblo con pinta de “llevo aquí mil años y pienso seguir otros mil”. Papi quería entrar sí o sí. Me dejó en la puerta, sentado como un santo de mármol, y yo puse cara de perro responsable para que todos pensaran: “Mira qué educado”. Por dentro, seguro que olía a incienso, piedra fría y siglos de secretos, pero yo me quedé fuera oliendo culos de peregrinos y observando si alguien soltaba migas.
Como había pagado los seis eurazos del aparcamiento, papi decidió que íbamos a sacarle rendimiento hasta el último céntimo. Así que recorrimos cada callejón, cada rincón, cada balcón con flores y cada gato que se hacía el misterioso. Hizo fotos, vídeos, panorámicas, selfies, retratos de chimeneas y hasta de una piedra que parecía un pan. Casi dos horas nos tiramos, ¡en un pueblo del tamaño de mi pista de correr imaginaria!
Volvimos al coche y pusimos rumbo a Entraygues-sur-Truyère. Aparcamos al lado del río, comimos en la camper (yo supervisando, por si caía algo) y luego dimos una vuelta por el pueblo. No está mal, pero después de Conques cualquier otro sitio parece una fotocopia. Eso sí, la confluencia de los ríos Lot y Truyère tiene su encanto, y el puente medieval, ahora solo para peatones, tiene un aire de caballeros y dragones jubilados.
Después tocaba encontrar cama para las ruedas. Podríamos habernos quedado allí mismo, pero estaba demasiado dentro del pueblo. Y papi dijo: “Seguro que hay algo mejor”. Y claro… comenzó la gymkana.
Fuimos siguiendo el río, viendo un montón de sitios que parecían prometedores pero cada uno tenía su pega: demasiado frío, demasiada humedad, demasiado pescador, demasiado cerca del agua, demasiado poca cobertura… Vamos, que si yo exigiera tanto para elegir dónde echar una siesta, dormiría de pie en el pasillo de casa.
Pasamos por Estaing, que dicen que es precioso, pero papi dijo que hoy ya habíamos tenido suficiente dosis de pueblo bonito. Así que seguimos y salimos del valle del Lot, subiendo curvas hasta que casi se me taponan las orejas.
Y ya casi de noche, zas: un área de picnic al lado de la carretera. “Sitio aceptable”, dijo papi, que es la versión humana de “bueno, vale”. Aparcamos, montamos base y cuando entramos en la camper resultó que el tráfico ya había muerto casi del todo, y el sitio no es tan feo como parecía desde lejos. Al final, silencio, algo de luna y olor a hierba fría. Final feliz, cama mullida y ronquidos sincronizados.
Y yo pensando: mañana seguro que otra aventura… o al menos otro aparcamiento con historia.
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