Día 171:

 

Grenade – Toulouse – Le Fauga

Toulouse, Belugas y tranquilidad junto al río Garonne

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Hoy el sol por fin se acordó de nosotros y nos regaló un día de esos que te hacen sacar la cabeza por la ventana para oler el aire. Después de tanta lluvia, papi Edu parecía otro: más ligero, más sonriente, casi humano. Desayunamos sin prisas, recogimos con calma y, sobre mediodía, la cámper rugió rumbo a Toulouse.

Aparcar en una ciudad grande siempre es una aventura, pero esta vez encontramos un sitio decente, de pago, sí, pero no sangrante. Y claro, antes de lanzarse a caminar, papi necesitaba energía humana: Subway. Yo, espectador canino de lujo, observaba cómo desaparecían esos bocados entre pan y salsa. La camarera, apiadándose de mi mirada profunda y mi porte de artista hambriento, me trajo un cuenco de agua. Mejor que nada, supongo.

Luego empezó la exploración. Toulouse, la *ville rose*, es como un laberinto de ladrillos color salmón y tejados que parecen calentarse solos con el sol. Paseamos por la rue du Taur, esa que serpentea hasta la Basílica de Saint-Sernin. Papi entró para admirar su interior románico, yo me quedé fuera, vigilando que nadie me robara la correa. Después seguimos hasta la Place du Capitole: una plaza que parece querer salir en todas las postales. El edificio del Capitole brilla con sus columnas y su fachada grandiosa; papi hizo tantas fotos que por un momento pensé que iba a empadronarse allí.

Seguimos hasta el Pont Neuf, que de “nuevo” tiene lo justo, y lo cruzamos para pasear por el parque Prairie des Filtres, un trocito verde junto al Garona donde huele a tierra húmeda y pan recién hecho. Por el Pont Saint-Michel volvimos a cruzar el río, caminando por el paseo que lo bordea. Allí, mientras papi señalaba algo en el cielo, apareció un bicho volador descomunal: un Airbus Beluga XL, el avión más curioso del mundo. Parece una ballena con alas y cara de que siempre está a punto de sonreír. Toulouse es su casa, claro: aquí está la fábrica de Airbus, donde montan aviones gigantes con precisión de reloj suizo y tamaño de edificio.

Seguimos hasta la Écluse de Saint-Pierre, una de esas esclusas que controlan el paso entre el río y el canal de Brienne. Papi miraba fascinado las compuertas, yo me preguntaba si se podría nadar allí (respuesta: no).

Ya con las patas y las piernas cansadas, volvimos al coche. Pero salir de Toulouse fue una odisea: tráfico, rotondas, semáforos, más tráfico… tardamos casi una hora en dejar atrás la ciudad. Cuando por fin encontramos un sitio tranquilo en plena naturaleza, en Le Gaude, a orillas del Garona, el silencio sonaba a gloria. Solo el rumor del río y el canto de algún pájaro despistado.

Allí aparcamos, respiramos hondo y decidimos quedarnos. Sin ruido, sin luces, sin prisa. Solo nosotros dos y el murmullo del agua. Y sí, esa noche dormimos como auténticos reyes del asfalto.

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