La noche fue tan tranquila que daba miedo. Ni un búho, ni un grillo, ni un coche en cien galaxias a la redonda. Yo creo que el silencio nos ladraba dentro de la cabeza, porque dormimos mal sin saber por qué. Aun así, madrugamos… para luego desayunar y volvernos a tumbar como dos perezosos con resaca emocional. Total, cuando por fin arrancamos ya era después del mediodía. Muy en nuestra línea.
Saint-Léonard-de-Noblat estaba a cinco minutos en coche, o sea, básicamente salir y aparcar. Hay un parking gigante y gratis al lado del centro, ideal para humanos ahorradores y perros que necesitan bajar a estirar las zarpas. El pueblo nos recordó a una versión en miniatura de Rennes: callecitas con casas antiguas, tejados con historia y ese aire de “me conservo bien, gracias por mirarme”.
Visitamos la colegiata de Saint Léonard de Noblat. Papi entró un momento y salió diciendo que era bonita, pero lo que más le llamó la atención fue una especie de capillita pegada al edificio, con su fuente bautismal incluida. Yo lo escuchaba pensando: “mientras no inventen la pila perruna… todo bien”.
El pueblo estaba bien, pero no nos robó el corazón como otros. Así que vuelta al coche y rumbo al Lac de Vassivière, casi una hora serpenteando por carreteras llenas de curvas que parecían dibujadas por una lombriz hiperactiva.
El lago… ¡madre mía, qué lugar! Es enorme, con islas, playas y bosques por todas partes. Aparcamos, comimos rápido y salimos a explorar el bosque. En veinte minutos llegamos a una playa que parecía sacada de un sueño perruno: arena, espacio infinito y el agua tan baja que había más orilla que lago. Hacía sol, viento fresco, pero encontramos un rincón resguardado. Papi se tumbó al sol como un lagarto jubilado, y yo me dediqué a mis labores científicas: probar la aerodinámica de bellotas, la dureza de palos y la filosoficidad de las piedras.
Cuando el sol se escondió detrás de los árboles, la temperatura cayó en picado y emprendimos el camino de vuelta. Otros veinte minutos entre olores de musgo, ramas crujientes y hojas secas que gritaban “otoño”.
Tocaba buscar dónde dormir y papi había fichado un área de picnic preciosa con robles gigantes. Preciosa sí, pero más inclinada que mi oreja derecha cuando escucho “galleta”. Papi se tiró más de diez minutos moviendo el coche adelante, atrás, tablero, calzos, un tango mecánico hasta que lo dejó nivelado. Entramos a la cámper, nos acomodamos… y empezó la guerra.
¡BOM! ¡PAM! ¡TAC! Las bellotas suicidas lanzándose desde las copas como francotiradores vegetales directos al techo. Cada impacto parecía un meteorito en nuestra casa con ruedas. Yo saltaba del susto, papi decía palabrotas en varios idiomas. A los cinco minutos ya sabíamos que allí no dormía ni un cactus.
Recogimos todo otra vez y nos mudamos un kilómetro más allá, a otro aparcamiento sin árboles asesinos. Plano, silencioso y sin munición caída del cielo. Aquí sí, aquí aparcamos las orejas y cerramos el día perruno en paz.
Si mañana nos cae algo encima, que sea una mantita, no una bellota kamikaze.
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