Hoy ha sido un día de los buenos. De esos que huelen a aventura desde el primer bostezo.
Salimos del sitio donde habíamos dormido en cuanto papi terminó su café. En solo diez minutos estábamos aparcados al inicio del sendero a Knivskjelodden, el verdadero punto más al norte de Europa (¡más al norte incluso que el Cabo Norte, que se lo tiene muy creído!). Solo se puede llegar andando, así que... a mover el culete.
El camino es largo, unos 10 kilómetros de ida, pero es tan bonito que ni me quejé (bueno, solo una vez... y fue para pedir una chuche). Hay piedrecitas, tundra, charcos fríos que no me dejaron meter la pata y muchas vistas que a papi le hacían decir "oooh" cada dos minutos. Durante un rato nos acompañó un humano simpático, español como papi, pero que vive en Dinamarca (yo lo olí enseguida: mezcla de chorizo y smørrebrød).
Tras unas tres horas de paseo (y mil olisqueos) llegamos al monumento. Es discreto, pero importante. ¡Estamos en el fin del continente! Hicimos fotos, selfies, y hasta una con cara épica mirando al horizonte. Visitamos también un faro muy apañado. El ambiente era de celebración. Los humanos estaban contentos, como si hubieran encontrado el hueso perfecto.
Volvimos por el mismo camino, otras tres horas, pero esta vez con más viento de culo. Al llegar al coche, yo solo quería agua, comida y siesta. Pero... ¡la jornada no había terminado!
Después de cenar y descansar un poco, a eso de las once de la noche (sí, ¡de la noche!), papi dijo: “¡vamos a ver la no-puesta del sol!”. Yo pensaba que ya estaba soñando, pero no. Cielo azul, energía a tope. Subimos al coche y aparcamos un poco antes del aparcamiento del Cabo Norte (el oficial es de pago y está más lleno que una playa en agosto).
Andamos media hora hasta el recinto y… ¡menudo espectáculo! Más de 150 autocaravanas, montones de humanos con cámaras, trípodes y cara de emoción. Todo el mundo delante del famoso monumento de la **bola metálica**, esperando a que el sol no se ponga. Porque sí, esta noche (del 26 al 27 de julio) es de las últimas donde el sol se queda colgado en el cielo como si no quisiera irse a dormir. Como yo cuando me escondo debajo de la mesa para no ir a la cama. Papi hizo fotos, vídeos, suspiró mucho y dijo cosas como “qué maravilla” y “increíble”. Yo me dediqué a buscar migas caídas por el suelo y a supervisar discretamente a los humanos que se acercaban sin pedir permiso.
A la una de la madrugada volvimos andando al coche. Renos por todas partes, tranquilos, como si fueran los dueños del parque. Y probablemente lo son. Finalmente, regresamos a nuestro rincón escondido. Mismo sitio que anoche, pero con el corazón más lleno, las patas más cansadas y el morro apuntando al sol que nunca se va.
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