Día 30

Clatteringshaws - Wigtown

Miches, conos de piedra y un puerto sin agua

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Paseo tranquilo 🐾 por el Black Loch y su cono misterioso 🪨🌲
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Lo de hoy empezó fuerte. A las seis de la mañana, cuando todavía estábamos en modo croqueta en nuestra camita del Galloway Forest Park, se acabó la paz. Un ejército de furgonetas y camiones de mantenimiento invadió el aparcamiento como si fueran los malos de una peli de acción, con los motores roncando sin parar y los trabajadores corriendo de un coche a otro como si estuvieran haciendo un simulacro de carreras lentas. Por un momento pensé que iban a montar un circuito de obstáculos para humanos torpes.

Pero bueno, nosotros a lo nuestro. Papi Edu y yo seguimos con nuestra rutina sagrada: estiramientos perrunos, desayuno con pato obligatorio y un rato de observación del mundo desde la ventana. Hacia las diez arrancamos el coche y nos fuimos... a la izquierda. Pero la aventura duró poco, porque más adelante había otro batallón de camiones, excavadoras, señales de carretera cerrada y un señor muy serio que parecía el jefe supremo del asfalto. Así que dimos media vuelta, como en las misiones secundarias de los videojuegos, y esta vez nos fuimos al norte.

En una de esas curvas misteriosas del bosque encontramos una pista de grava que se llama Galloway Kite Trail. A ver, que el nombre promete dragones o al menos cometas, pero resulta que es un recorrido escénico diseñado para ver aves rapaces como el milano real (red kite). Papi Edu tenía la esperanza de ver alguno, pero yo no vi más que ramas, árboles y el mismo paisaje de bosque clonándose a sí mismo. La carretera subía y bajaba, sí, bonito, pero no para estar una hora ahí dando tumbos. Así que otra media vuelta. No sé cuántas veces giramos hoy, pero si fuera baile, habríamos ganado un concurso de salsa.

Entonces, como premio por tanta curva, encontramos un laguito llamado Black Loch. Hay un aparcamiento justo al lado, sin un alma (¡bien!), pero con una señal que decía que pasar la noche allí cuesta diez euros. ¿Perdona? Si es casi igual al sitio gratuito donde dormimos. ¿Por qué pagar? ¿Incluye desayuno? ¿Masaje perruno? ¿Mantas térmicas?

Como aún no estábamos para siesta, dimos un paseo alrededor del lago. Al principio era fácil, por un camino de grava bien mantenido, y pronto encontramos una cosa curiosísima: un cono de piedras perfectamente apiladas en la orilla. No sabíamos qué era, pero parecía una especie de escultura. Resulta que sí, es una obra de arte del artista Andy Goldsworthy, parte de una serie de estructuras de piedra que hay por toda la región. A mí me daba más ganas de marcarlo, pero papi Edu no me dejó. Qué aguafiestas.

La segunda mitad de la vuelta fue más estilo “aventura moderada”. Un caminito estrecho entre la vegetación, con zarzas que intentaban acariciarme el lomo sin permiso. Tuvimos que cruzar un pequeño arroyo, pero sin drama. En total, fueron dos o tres kilómetros, un paseo la mar de agradable, con sabor a descubrimiento rural.

Después de ese momentito zen, salimos oficialmente del Galloway Forest Park. A ver, bonito es, con muchos árboles para olisquear y doblegear, pero para papi Edu le pareció un poco soso. Dice que todos los paisajes parecen iguales y echa de menos más variedad. Yo no me quejo: sombra, palos, musgo y bichitos. Aunque, hablando de bichitos… ¡los mitches! ¡Madre mía! Qué horror. Nubes enteras de bichos minúsculos con mala leche. Te pican, se te meten en los oídos, te rodean la cabeza como si fueras un trozo de carne flotando en el bosque. Era imposible estar fuera sin que te devoraran. Ni siquiera me dejaron hacer pis con dignidad. Así que comimos encerrados en el coche, en una cuneta amable, y luego seguimos la ruta hacia Wigtown.

Wigtown, amigos, es oficialmente la capital literaria de Escocia. Un pueblito pequeñito, rodeado de verdes colinas, con una concentración sospechosa de librerías. Aparcamos delante del ayuntamiento o lo que sea que parezca más importante. Era el centro, pero no había mucho lío. El pueblo está bien cuidado, tiene su encanto, pero parecía un decorado vacío. Muy poca gente en la calle. Yo lo llamaría modo siesta escocesa.

Primero caminamos hasta el puerto de Wigtown. Lo de “puerto” es un poco optimista. El río estaba tan bajo que más bien parecía un descampado de barro con vocación de canal. Hay un cartel que avisa que la zona se inunda con la marea, así que si dejas el coche allí, es bajo tu propia responsabilidad. A mí me pareció fascinante. Un puerto sin agua, como un plato sin comida. Misterioso e incompleto. Pero el sitio tiene algo. Hay césped, espacio para correr y un silencio que invita a quedarse. Y lo mejor: se puede dormir allí con la camper. Así que, sin dudarlo, fuimos a por ella y aparcamos cerca de otras tres o cuatro autocaravanas. Bueno, un poco apartados, como nos gusta, pero dentro de la tribu.

La tarde la pasamos tranquilos. Yo estuve en mi salsa: césped alto para revolcarme, flores para oler y persecuciones ficticias con enemigos invisibles. Un paraíso. Papi Edu se relajó, miró mapas y pensó cosas humanas. Yo solo pensaba en mi pelota, que hoy también tuvo su rato de gloria.

Así acabó el día. Con menos acción que otros, sí, pero con una buena mezcla de bichos, vueltas innecesarias y descubrimientos tranquilos. A veces no hace falta un fiordo para sentir que el viaje sigue. Solo hace falta un buen sitio donde revolcarse.

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