Hoy arrancamos el día sin sobresaltos: desayuno tranquilo, mochila preparada con calma y todos a bordo antes de las once. Yo ya me sé el ritual: primero el café de los humanos, luego el repaso de “¿tenemos todo?” (spoiler: siempre falta algo), y por último mi subida ceremoniosa al coche, como si fuera una estrella de rock entrando en su limusina.
Condujimos durante una hora y media hasta el Connemara Heritage & History Centre, que prometía mostrarnos la historia, la cultura y las tradiciones de esta tierra tan salvaje como bonita. Pero al llegar… silencio absoluto. Ni visitantes, ni personal, ni sonido de gaitas épicas. Solo nosotros, un par de ovejas en la distancia, y un edificio cerrado que parecía estar en pausa indefinida. Estiramos las patas, hicimos una mini-exploración de cortesía y seguimos nuestro camino.
Diez minutos después, aparcábamos en Clifden, un pueblo con mucho encanto que hace de capital no oficial de Connemara. Casas bajas y coloridas, ambiente tranquilo, alguna tienda con imanes que nadie necesita pero todos miran, y calles que huelen a panadería y mar al mismo tiempo. Paseamos un rato, hicimos alguna compra improvisada y cuando el café empezó a hacer falta urgente, encontramos una terraza perfecta.
Nos sentamos y lo que iba a ser un café rápido se transformó sin remedio en un almuerzo ligero: sándwiches, wraps, vimos y refrescos y aire fresco. Yo, desde debajo de la mesa, vigilaba el suelo con mirada profesional. Cayó algún trocito, no diré de quién.
Después de reponer fuerzas, vuelta al coche. Paramos en el Parque Nacional de Connemara, aparcamos y nos lanzamos al sendero circular de tres kilómetros. Una hora de caminata entre colinas suaves, vegetación baja, aire limpio y ese silencio que solo se rompe con alguna oveja lejana. Subimos, bajamos, respiramos y disfrutamos. Yo aproveché para dejar mi firma olfativa en puntos clave del recorrido, por si algún día volvemos y quiero presumir.
Acabado el paseo, corriendo al coche otra vez. Tocaba apurar la visita a la Abadía de Kylemore, uno de los lugares más fotogénicos de toda Irlanda. Llegamos a las cinco y cuarto, y cerraban a las seis. La entrada, además, costaba dieciocho euros por persona. Hicimos cuentas, miramos el reloj y decidimos que lo veríamos desde fuera, que tampoco está mal. El edificio es impresionante: un castillo-refugio en medio del bosque, con lago, reflejo y aura de película romántica con tormenta.
Desde allí volvimos por una ruta distinta, igual de escénica y con menos coches. Paramos en Leenane, justo en el Hotel Leenane, para un café reconfortante. Terraza con vistas al fiordo, brisa suave, y yo tirado como si llevara allí toda la vida.
Después, un último tramo largo de carretera: más de una hora hasta llegar al apartamento en Galway. Eran las ocho. Tocaba descansar, cenar, repasar las fotos del día y reírse de tonterías. El ambiente con papi Edu, tito Joan y las titas Mariola y Nita no puede ser mejor. Y yo, en medio de todos, como siempre.
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