Hoy el día empezó con lo que mis humanos llaman “limpieza mínima” del apartamento. Traducido a idioma perruno: esconder migas, toallas mojadas y algún calcetín sospechoso para que parezca que siempre hemos sido ordenadísimos. A las 10 ya íbamos en el coche, listos para la siguiente etapa.
Después de más de una hora rodando, llegamos a Birr. Aquí no solo hay un castillo precioso con jardines que parecen sacados de una postal y un telescopio gigante que en su día fue el más grande del mundo… también hay una historia que me dejó las orejas tiesas: resulta que la primera víctima mortal de un accidente de coche vivía justo en ese castillo. Lady Mary, una señora de alta sociedad y, al parecer, bastante intrépida, se subió a un coche en 1869… y digamos que los frenos de la época no estaban a la altura de sus ambiciones. Supongo que si yo hubiera estado allí, la habría ladrado tres veces para que bajara la velocidad.
Paseamos por todo el Dominio de Birr: jardines, senderos, rincones verdes donde se huele a siglos de historia… y un telescopio tan enorme que me pregunté si podría ver hasta mi cama en el apartamento.
Después tocó recargar energías. Encontramos Kelly’s Bar, un lugar tan amigable con los perros que, nada más sentarnos, la camarera apareció con un cuenco de agua para mí y, atención, ¡unos chuches! No de mis humanos, claro, ellos nunca caen en la tentación, sino de la camarera, que evidentemente entendía de protocolo canino. Mientras tanto, los míos devoraban lo suyo y yo ejercía de inspector de migas.
Al salir, dimos otro paseo por el pueblo para ver el famoso cartel que cuenta la historia del primer accidente de coche (el de Lady Mary). Lo miré fijamente, por si quedaban rastros de la rueda original… nada, solo historia y letras.
Volvimos al coche y, tras otra hora, hicimos parada en un sitio precioso junto a un puente sobre un canal. El café voló, la camarera fue de esas que te hacen sentir como en casa, y yo aproveché para estirar las patas y olfatear todo lo que pude antes del último tramo.
Ese último trayecto fue largo, pero al llegar… ¡guau! La casa, justo al sur del Parque Nacional de Wicklow, es mil veces mejor que el apartamento anterior: limpia, impecable, con vistas al campo y ovejas de fondo cantando sus “bee-ee-ee” como si fuera un coro local. El dueño nos recibió con una amabilidad que hasta a mí me dio confianza.
Cenaron con las compras del Aldi (sí, también paramos allí) y ahora escribo esto medio tumbado, escuchando ovejas y sintiendo que hoy, por fin, he sido tratado como un invitado de honor… gracias a esa camarera que sabe cómo ganarse a un perro.
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