Día 115: Lough Key - Clonmacnoise - Malahide

De monjes medievales, turberas infinitas y una noche de cine irlandés.

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El día amaneció pasado por agua, como es bastante normal en Irlanda. Ya ni me molesto en mirar al cielo: o llueve, o está a punto de llover, o parece que va a llover. Total, a las once y media arrancamos rumbo sur. Más de cien kilómetros y casi dos horas después, llegamos a Clonmacnoise, que suena a apellido de futbolista pero en realidad es un monasterio medieval.

Fundado allá por el siglo VI, este lugar fue durante siglos el Harvard de los monjes: aquí estudiaban, rezaban y tallaban cruces que hoy siguen plantadas como gigantes de piedra. Entramos primero al museo, con vitrinas llenas de reliquias y cruces talladas con paciencia infinita. Yo confieso que me dormí durante la proyección audiovisual, porque oye, la moqueta estaba blandita y la voz del narrador era mejor que un arrullo. Pero luego vino lo interesante: las ruinas al aire libre. Iglesias sin techo, un cementerio con lápidas torcidas y esas cruces altas que parecen antenas esperando señal del cielo. Paseamos una hora y media entre piedras antiguas y silencio solemne, aunque yo, por si acaso, marqué territorio en una esquina.

Diez minutos de coche más tarde, paramos junto a un campo donde los humanos sacaban turba. Aquí me quedé embobado mirando cómo amontonan bloques marrones como si fueran ladrillos. Me explicaron que los "bogs" son pantanos que se formaron durante miles de años, y que de allí extraen la turba, que antes servía para calentar casas y ahora casi que se conserva más por tradición. A mí me parecía tierra de lujo para enterrar huesos, pero resulta que no es para perros sino para chimeneas.

Después de comer y sestear en la cámper, volvimos a la carretera. Una hora de curvas estrechas que parecían hechas por un diseñador de laberintos, y luego por fin la autopista. Paramos en una estación de servicio llamada Applegreen. Para mí no había manzanas ni verde, pero los humanos aprovecharon la ducha gratis. Cuando volvieron olían a jabón y parecían listos para un anuncio de champú… si no fuera porque los dos son calvos. Igual podían anunciar la toalla, eso sí.

El último tramo nos llevó directos a Malahide, a las afueras de Dublín, donde aparcamos junto al estuario. Aquí ya hemos dormido otras veces, así que es como llegar a nuestra segunda casa. Ocho cámperes más hacen compañía en la fila, todas mirando al mar como si esperaran que apareciera un barco pirata.

La noche terminó con un clásico: sesión de Derry Girls en la pantalla grande de la cámper. Mis humanos ponen un protector que convierte la pared en cine casero, y allí se pasan capítulos enteros riéndose de las ocurrencias de esas adolescentes de Derry que sobreviven entre exámenes, hormonas y el trasfondo de un conflicto histórico. Yo me acomodo en mi rincón, escucho las carcajadas y pienso que Irlanda nos gusta mucho… aunque mañana seguro que vuelve a llover.

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