Día 141:

 

⛴ – 🇫🇷 Cherbourg – Montebourg

Del ferry fantasma a un refugio en Normandía

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¡Aúúúúú, nuevo capítulo perruno transmarítimo!

Yo pensaba que dormir en un barco era cosa de piratas o de gatos con parche, pero resulta que yo también ronco en alta mar. Cuando abrí un ojo por la mañana todavía seguíamos navegando. No sé cuánto tiempo llevaba soñando con salchichas voladoras, pero el barco seguía moviéndose como si quisiera hacer cosquillas por dentro.

Papi Edu me sacó a la cubierta para mis asuntos líquidos y sólidos. Allí arriba el aire olía a sal, a metal viejo y a pis de perro internacional. En la zona perruna conocimos a una pareja: ella colombiana, él holandés, y viajaban con dos border collies que parecían entrenados por la CIA, porque no dejaban de observarlo todo como si fueran a escribir un informe. Muy majos todos. Me olieron con respeto, yo les enseñé mi culito profesional, y hablamos de lo duro que es ser bello y peludo en alta mar. Me contaron (bueno, lo entendí al olfato) que habían vivido varios años en Irlanda y ahora se mudaban a Holanda. Yo pensé: “vaya, a este ritmo voy a hablar más idiomas que papi”.

Después papi me dejó en el camarote porque necesitaba café como yo necesito chorizo. Los bocadillos ya se los había zampado anoche mientras yo hacía de guardia de almohadas. Fue al restaurante del barco a desayunar, y yo me quedé en la cama… es decir, en MI cama, la que según la norma no puedo pisar. Una norma que ignoré con elegancia.

El problema del camarote es que las camas son para tumbarse, pero no hay dónde sentarse en plan humano. Así que papi me dejó allí (yo envuelto en manta, con postura de rey destronado) y se fue con su ordenador al salón, que es medio bar medio restaurante medio guardería de humanos aburridos.

Más tarde, como es perro de costumbres pero humano de estómago tragón, volvió al restaurante a comer. Se pidió una hamburguesa buenísima, a horas irlandesas, es decir, cuando todavía otros humanos están digiriendo el desayuno. Yo no olí ni una miguita, porque la vida es muy injusta.

A las cuatro en punto —hora francesa, que es una hora más que Irlanda pero los perros no tenemos reloj— llegamos al puerto de Cherbourg. La entrada fue espectacular: el barco se coló entre muros gigantes y defensas marinas como si entrara en un castillo flotante. Cherbourg tiene uno de los puertos artificiales más grandes del mundo, con murallas marinas larguísimas que parecen hechas para detener tsunamis, invasores o gatos con intenciones sospechosas.

Pero no nos dejaron bajar todavía. Media hora más esperando dentro del barco y la luz de combustible del coche ya parpadeaba diciendo “socorro, dame de beber o empujo yo”. Cuando por fin salimos del barco, llegamos a una gasolinera del mismo puerto y llenamos el depósito. Más barato que en Irlanda, cosa que papi celebró como si le hubieran regalado jamón.

¿Plan para después? Ninguno. Después de 18 horas flotando, papi tenía la cabeza en posición “modo tortilla”. O sea, cero previsión. Decidimos no hacer gran cosa y buscar sitio para dormir. Miramos primero la costa, ya cerca de Utah Beach, pero hacía viento… otra vez. Y estamos hasta el hocico del viento. Yo he tenido tantas orejas en horizontal que creo que me van a pedir pasaporte de gaviota.

Así que dimos media vuelta y acabamos en Montebourg, donde hay un área de autocaravanas de lujo perruno. Llana, tranquila, con ocho autocaravanas instaladas y ambiente de “aquí no sopla ni el ventilador”. Elegimos hueco, aparcamos y respiré paz.

Hoy no hubo castillos, ni memoriales, ni canteras milagrosas. Solo viento esquivado, bocadillos extinguidos, collies políglotas, gasolina salvadora y colchón estable. Y eso, amigos, a veces es el viaje perfecto.

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