Yo pensaba que dormir al lado de una carretera iba a ser como intentar echar siesta en una rotonda de camiones, pero qué va: ni un claxon, ni un tráiler cantando canciones de motor. Silencio casi total y sueños de huesos gigantes. A media mañana —porque aquí madrugar significa que el sol ya caliente un poco el lomo— arrancamos la cámper y pusimos rumbo a Nasbinals. Pasamos por Aubrac sin frenar, como auténticos viajeros con prisa lenta.
En Nasbinals papi se puso en “modo excursionista profesional”: mochila bien llena, botas, palos de andar que parecen antenas, y yo con mi correa de expedición. Íbamos a ser peregrino y perrogrino por un día, caminando esos ocho kilómetros hasta Aubrac por el Camino de Santiago. El paisaje parecía sacado de una postal con ovejas: praderas onduladas, piedras viejas y vacas con mirada de filósofo.
Todo fluía muy bien hasta que, después de unos tres kilómetros, ¡zas! Señales de prohibición: nada de perros, ni burros, ni caballos, ni bicis, ni unicornios. Solo humanos andando. Todo porque el camino cruza campos privados donde las vacas van por libre y no entienden de razas ni buenas intenciones. La ruta alternativa: asfalto y cara de resignación. Pues vale.
Caminamos un kilómetro por la carretera hasta una intersección donde apareció una tribu peregrina: cuatro humanos con mochilón… y otro perro. Como allí no había señales de prohibición, ellos se metieron directos por el campo. Papi miró el móvil, vio un caminito posible y dijo “pues detrás”. Allí el terreno era de todo menos suave: hierbajos altos, piedras que parecen trampas, charcos camuflados y hasta un par de vallas que hubo que saltar como campeones. Yo, como buen perrogrino, iba delante marcando estilo y esquivando boñigas con elegancia.
Con los otros casi nos hicimos colegas del camino, pero ellos tenían ritmo de tortuga con mochila y nosotros íbamos a paso de liebre motivada.
Después de unas dos horas llegamos a Aubrac. El pueblo es raruno: cuatro edificios enormes que parecen albergues, restaurantes o monasterios de montaña, pero casi todo cerrado menos el albergue oficial. Papi entró en la iglesia (yo vigilando la puerta, como buen portero canino) y luego comimos en un banco: él sandwiches, yo pienso tuneado con paté gourmet de lata. Nivel Michelin.
Para volver no repetimos todo el mismo camino del campo. Para evitar tropezones, saltos y vacas filósofas otra vez, elegimos la alternativa por la carretera, que además es más fácil que atravesar praderas privadas. Por suerte había un caminito al lado, porque los coches que pasan a noventa no frenan por un perrogrino elegante como yo. Aunque el tráfico era mínimo, solo alguna furgoneta despistada.
Llegamos otra vez al punto donde en la ida nos habíamos colado por el campo y, desde ahí sí, repetimos el tramo original hasta Nasbinals. A las seis en punto aterrizamos junto al coche: lenguas fuera, patas cansadas, y olor a humano sudado nivel máximo.
Buscar cama sobre ruedas fue la misión final. Probamos un sitio con vistas bonitas, pero sin cobertura: papi dijo que vivir sin internet es como vivir sin café. Así que seguimos hasta una zona de picnic en medio del bosque, entre Aubrac y Nasbinals. Nada de vistas panorámicas, pero paz absoluta, ni coches ni humanos ni vacas con mala leche. Ahí plantamos nuestra casita y nos tumbamos felices.
Yo: agotado pero orgulloso perrogrino.
Papi: igual, sin ampollas y con media sonrisa.
Y esta noche, por fin, sin coches ni campanas ni señales de prohibido ladrar.
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