Despertarse en un paraíso así es casi injusto: un poco de sol colándose entre los árboles, un canto de pájaros que te da ganas de bostezar, y yo,estirándome como un gato gigante, pensando que podría quedarme ahí todo el día. Pero papi Edu tenía que encargarse de su logística humana, así que nos despedimos a regañadientes del lugar, aunque yo seguía olfateando cada rincón, recordando qué arbustos tenían mejores aromas y cuál sombra estaba más fresquita.
Primero, un pit stop técnico: repostamos GLP en la gasolinera. Agua había, pero de pago, y yo no estaba dispuesto a pagar ni un lametazo, así que seguimos adelante. Rumbo suroeste, la carretera serpenteaba entre montañas y valles que olían a bosque y tierra húmeda. Volvimos a entrar en el valle del Tarn, y en Le Rozier, papi Edu encontró una fuente al lado de la carretera. Mientras él llenaba el depósito de agua con garrafas, yo me preguntaba si no habría alguna para beber, porque uno nunca sabe cuándo puede surgir la sed perruna.
Desde Le Truel empezó la parte más emocionante: la carretera se puso seria. Señales avisaban “route très dangereuse” y “croisement difficile”, prohibido para autocaravanas… pero, ejem, nuestra camper 4x4 es una camioneta con célula, no una autocaravana, así que adelante. Un carril estrecho, curvas cerradísimas, y menos mal que solo nos cruzamos con un coche, que tuvo que echar marcha atrás un buen tramo. Yo iba saltando de emoción, olfateando cada curva, moviendo la cola como un helicóptero, y asegurándome de que todos los arbustos y rocas supieran que yo estaba allí.
Al llegar arriba, un descampado con vistas espectaculares y otra cámper con una pareja estadounidense que ahora vive en Francia. Papi Edu habló un rato con ellos mientras yo inspeccionaba cada piedra y rama, marcando territorio con mi imaginaria huella de explorador profesional. Ellos se fueron, y nosotros comimos tranquilos en la camper.
Luego llegó la parte que más me gusta: calzarnos las botas de explorador (bueno, papi se las calza, yo solo doy saltitos) y empezar la Randonnée des Arcs. El sendero es una maravilla natural: arcos y cuevas tallados durante miles de años por la erosión del agua y el viento en la roca caliza. Algunos arcos parecen puentes gigantes de piedra, otros cuevas apenas dejan pasar la luz, y yo me siento un auténtico explorador cuando corro por debajo, olfateando cada rincón y asomándome con la nariz a cada hueco. La ruta circular son algo más de cinco kilómetros, a través de bosques frescos y claros soleados. A veces el camino se vuelve un poco travieso: raíces, troncos caídos y senderos estrechos que hay que sortear o saltar, pero eso para mí es un juego de obstáculos canino que disfruto un montón. No vimos a nadie más, así que pude corretear, husmear y marcar territorio imaginario sin interrupciones, mientras papi Edu hacía selfies, fotos y vídeos intentando capturar la magia de los arcos y cuevas que parecen salidos de un cuento.
Después de más de dos horas, vuelta al coche. Ya casi las seis, tocaba buscar sitio para dormir. Allí arriba no se puede pernoctar: terreno privado, y yo no quiero problemas legales perrunos. Bajamos otra vez por la carretera estrecha, pasamos Le Truel y Le Rozier, y finalmente encontramos un sitio maravilloso junto al río Tarn. Camino de tierra, césped mullido, árboles alrededor… y lo mejor: estamos solos. Ni un alma, excepto los peces y los pájaros, que ya me saludaban como viejos amigos. Aquí sí que se duerme tranquilo, sin ruido ni bellotas kamikaze cayendo del cielo, y con el murmullo del río como nana.
Así que, otra noche más, yo y papi Edu en nuestra camper, rodeados de naturaleza, con la carretera atrás y el río delante, listos para soñar con nuevos arcos, aventuras y aromas por descubrir. Puedo decir con seguridad que hoy ha sido un día de explorador perfecto, y mañana… seguro que la aventura nos llama otra vez.
Añadir nuevo comentario