Día 167:

 

Mostuéjouls – La Foullade

Un día pasado por agua, entre autolavados y pueblos con nombres sospechosos.

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Yo, que no tengo paraguas de serie, ya sabía que el día iba a oler a humedad desde el primer lametón de la mañana. La lluvia nos despertó antes de tiempo, golpeando el techo de la camper como si alguien estuviera haciendo palmas flamencas. Papi Edu bufó, se desperezó y dijo que mejor aprovechar la hora temprana para tirar millas. Así que antes de las diez ya estábamos en marcha, dejando atrás la garganta del Tarn con sus montañas empapadas y su eco de truenos.

Condujimos casi una hora, el limpiaparabrisas marcando el ritmo de la aventura. Paramos en un área de descanso con mirador, pero el paisaje tenía menos gracia que una croqueta sin jamón. Una sola foto y a seguir. El verdadero espectáculo vino un poco después, cuando papi decidió que era hora de librar al coche de su capa de perfume vacuno. Sí, esa mezcla única de barro y caca que habíamos coleccionado con tanto esmero. En el autolavado, el chorro de agua rugía como un dragón. Yo observaba desde dentro, con cara de científico loco, mientras papi manejaba la lanza a lo Rambo. En un pispás, el coche volvió a parecer un coche y no una pieza del campo.

Después tocó parada logística: Lidl en La Primaube para llenar la despensa y gasolinera de Carrefour para llenar el depósito. Todo en orden. Bueno, salvo que yo no vi ni un trozo de salchicha suelta por el suelo, lo cual fue un poco decepcionante.

Casi a las cuatro, nos detuvimos en un área de picnic. Allí comimos tranquilamente dentro de la camper, escuchando el repiqueteo de la lluvia sobre el techo y el silencio del mundo fuera. Luego papi se puso en modo explorador: a buscar sitio para dormir. No encontramos ningún paraíso de postal, pero ya nos conformamos con que el suelo no pareciera una pista de esquí.

Al final aterrizamos en el aparcamiento de un pequeño parque, en las afueras de un pueblo llamado La Fouillade (que, perdonadme, suena a lo que suena). Había otra camper, pero parecía deshabitada, como si sus humanos hubieran huido buscando WiFi.

Antes de recogernos dimos un paseo hasta el pueblo. Nada que ver con los lugares mágicos que solemos descubrir: calles tristes, farolas cansadas y ni un alma que oliera a pan recién hecho. Cuando volvió a llover, regresamos a la camper a paso rápido. Me sacudí las gotas, di tres vueltas sobre la manta y me dejé caer con un suspiro.

Allí, bajo el golpeteo constante de la lluvia, dormiré pensando que incluso los días más grises tienen su encanto. Porque mientras afuera todo se moja, dentro de nuestra pequeña casa sobre ruedas siempre hay calor, un poco de ternura… y mi papi.

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