Otra mañana empapada. No llovía a mares, pero esa llovizna francesa tenía el talento especial de colarse por todas partes: por el morro, las orejas y hasta por el orgullo.
Diez minutos en coche y ya estábamos en Najac, uno de esos pueblos que parecen haber nacido para salir en postales. Papi Edu, fiel a su estilo, abrió el paraguas con la elegancia de un mosquetero. Yo, en cambio, sin capa ni espada ni chubasquero, salí con el culo al aire a conquistar el pueblo. Najac es una hilera de casas colgadas sobre una cresta, un laberinto de piedra con tejados de pizarra, muros torcidos y calles que huelen a historia y humedad. A mí me olía también a gato, pero no se lo digáis a papi Edu.
Nada más empezar a caminar, la lluvia decidió dar una tregua. Milagro. Papi Edu soltó un “me suena todo esto”, y yo levanté la oreja derecha: ajá, deyavú. Seguimos por las tres callejuelas que forman el corazón medieval del pueblo. Pasamos por la Porte de la Pique, una de las antiguas puertas de la muralla, que parece salida de un cuento en el que el dragón está de baja por gripe. Luego bajamos hacia la iglesia de Saint-Jean l’Évangéliste, una belleza gótica del siglo XIII con muros tan gruesos que ni el viento ni el tiempo se atreven a discutirle.
Desde allí, subimos hasta la fortaleza real, la Forteresse Royale de Najac. No entramos, claro: papi Edu dijo que prefería ahorrar los euros para mi pienso (aunque todos sabemos que no me lo voy a comer). Nos asomamos desde la puerta, y el castillo, con sus torres que apuntan al cielo y sus muros asomados al abismo, parecía vigilar el valle del Aveyron como un centinela que lleva siglos sin echarse una siesta.
Y de pronto, ¡zas!, el deyavú se materializó: en un escaparate cubierto de polvo y telarañas, dos maniquíes congelados en una escena imposible —una dama desnuda y un caballero medieval con cara de domingo—. Papi Edu se quedó mirando como si hubiese visto un fantasma. Sacó el móvil, rebuscó en el mi blog y… efectivamente: habíamos estado aquí el año pasado. Yo, que tengo olfato para esas cosas, ya lo sabía.
De vuelta al coche, justo cuando las primeras gotas volvieron a caer, arrancamos hacia Bruniquel. Una hora de curvas, colinas y lluvia intermitente, y llegamos al área de autocaravanas. Cuatro o cinco vehículos más, todos con sus humanos escondidos dentro, escuchando la lluvia golpear el techo. Papi Edu preparó la comida, y mientras el vapor empañaba los cristales, yo me acurruqué en mi manta favorita.
Por la tarde, como si alguien allá arriba hubiera pulsado el botón de “modo agradable”, las nubes se abrieron y el sol se coló entre los árboles. Salimos a explorar Bruniquel, un pueblo pequeño y sorprendentemente encantador. Calles empedradas, casas de piedra dorada y balcones que casi se tocan por encima de las callejuelas. En lo alto, las dos fortalezas dominan el paisaje, una al lado de la otra, como hermanas mayores que se niegan a jubilarse. Desde allí se ve el río Aveyron serpenteando en el fondo del valle, tranquilo y sabio.
Cuando el sol empezó a esconderse, pintando las piedras de color miel, regresamos a la camper. El aire olía a tierra mojada y a promesa de descanso. Ahora estoy tumbado en mi canasta, cansado pero feliz. Otro día de lluvia, castillos y deyavús… y yo, con el culo seco al fin.
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