Día 177:
Puente de Montañana – Castelló de Farfanya
De la niebla a la muralla china de Finestres, un día de pura aventura perruna.
La niebla se estiraba como una manta perezosa cuando abrí los ojos, pero pronto el sol le dio un lametón de esos que lo arreglan todo. El sitio donde habíamos dormido resultó ser un tesoro escondido: vistas de postal, silencio absoluto y un aire tan limpio que hasta mis bigotes olían a libertad. Papi y yo disfrutamos del buen tiempo, cada uno a su manera: él con su café mirando al horizonte, yo con la trufa pegada al suelo rastreando misterios invisibles.
A las once emprendimos marcha. Retrocedimos unos veinticinco kilómetros hasta Benabarre. Papi refunfuñaba algo sobre planificación y mapas, pero yo creo que en el fondo le gusta improvisar. Si hubiésemos seguido por la N-230, habríamos acabado otra vez en los Pirineos o quizá en Francia, y hoy no tocaba eso. Hoy papi quería ver algo muy especial.
Tras una hora de curvas y paisajes que daban ganas de sacar la lengua al viento, llegamos al comienzo de una pista sin asfaltar. Diez kilómetros de piedras, tierra y baches con ganas de protagonismo. Papi sonrió y dijo: “Menos mal que tenemos un 4x4”. Yo, que voy en modo copiloto, asentí con la mirada. Lo que no esperábamos era encontrar, al llegar arriba, una autocaravana enorme, de esas que de todoterreno tienen poco. “¡Qué valor tiene la gente!”, dijo papi. Yo pensé: o mucho valor o muy poca noción.
Finestres, el pueblo abandonado, nos recibió en silencio, como si respirara en voz baja. Pero nosotros seguimos caminando hacia lo que de verdad veníamos a ver: la muralla china de Finestres. Y no, no me he vuelto loco. Existe una muralla china en España. Bueno, más o menos. Son unas formaciones de roca afiladas y verticales, alineadas como los colmillos de un dragón dormido. En realidad es obra de la naturaleza, no de los humanos: la erosión, el tiempo y el viento la han esculpido durante millones de años. Pero a la vista, parece una muralla hecha por gigantes.
El sendero subía y bajaba, con barro, piedras y alguna que otra trampa resbaladiza. Yo iba feliz, con las patas salpicadas de tierra y el corazón latiendo al ritmo del viento. A mitad de camino, una familia francesa decidida a romper la paz de los siglos se puso a hablar a gritos. Si existiera una muralla del silencio, yo los habría mandado allí a meditar.
Finalmente llegamos a la ermita de San Vicente, encajada en medio de la muralla como una joya olvidada. Pequeña, sencilla, pero con una energía tranquila, de esas que te hacen sentarte y respirar hondo. Papi y yo hicimos fotos, selfies y un rato de descanso. Me tumbé sobre una piedra y miré el cielo azul. A veces, los mejores momentos no necesitan palabras.
De regreso, nos detuvimos en el pueblo abandonado. Casas medio derruidas, árboles creciendo entre las paredes, la naturaleza recuperando lo que una vez fue suyo. Hay algo hermoso y triste en esos lugares, como si el tiempo hubiera dejado la puerta entreabierta.
De vuelta a la camper, comimos y descansamos un rato antes de volver a bajar la pista infernal. Diez kilómetros más de sacudidas, pero esta vez con la satisfacción de haber visto algo realmente único. Ya en el asfalto, seguimos rumbo sur.
Cuando el sol empezó a esconderse detrás de las montañas, exploramos los alrededores de la presa de Santa Ana. Entre túneles, canales y acueductos, parecía un laberinto de agua y piedra. Muy chulo, aunque el aire ya olía a frío. Papi decidió seguir un poco más para adelantar camino, y al final encontramos un área de picnic en Castelló de Farfanya.
No es el sitio más bonito del mundo, pero cumple su misión: un lugar tranquilo donde aparcar, cenar y soñar. Mientras papi prepara la cena, yo me acurruco en mi manta. Afuera, el silencio solo lo rompe el susurro del viento. Y pienso: no importa dónde durmamos, mientras sigamos viajando juntos.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
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