Despertamos con la música monótona de la lluvia golpeando el techo, una sinfonía de gotas que decía “no tengáis prisa, chicos”. Así que no la tuvimos. Papi Edu leyó, yo dormí con las patas en el aire, y el mundo fuera siguió empapándose. Al final, sobre las once y media, nos pusimos en marcha bajo una cortina de agua. Casi una hora conduciendo por niebla, charcos y montañas ocultas, hasta que una señal marrón llamó la atención de papi: “Roda de Isábena”. Y si una señal es marrón, ya sabéis: algo bonito hay que ver.
Subimos por una carretera estrecha y aparcamos junto al pueblo. Según otra señal, es uno de los más bonitos de España. No exageraban. Roda de Isábena está colgado en lo alto de una colina, como si alguien lo hubiera dejado ahí para que no se le moje con las riadas. Es pequeño, de piedra gris, con calles empedradas y silencio de siglos. En tiempos fue un enclave importante del Camino de Santiago, y su catedral románica —aunque ahora en obras— sigue imponiendo. No pudimos entrar, pero al otro lado se conserva un claustro precioso, donde ahora hay un restaurante.
Allí, en el claustro, una señora tomaba café con su perrito. Papi Edu charló con ella, cómo no. El perro tenía dieciocho años, ¡dieciocho! Y todavía tenía todos sus dientes y caminaba con elegancia, como un galán jubilado. Papi bromeó diciendo que yo debería aprender de él. Yo, ofendido pero digno, pensé que quizá ese abuelo de cuatro patas no sabría subir montañas ni ladrar con ritmo de reguetón como yo.
Seguimos la ruta bajo lluvia intermitente, primero hacia el sur y luego hacia el este. Paramos en el área de autocaravanas de Viacamp. Allí por fin hubo una tregua y aprovechamos para comer tranquilos. El lugar es bonito, pero demasiado urbano y ordenado para nuestro gusto. A nosotros nos va lo salvaje, lo que huele a campo y a aventura.
Así que papi buscó en el mapa y encontró un sitio prometedor cerca de Puente de Montañana. Subimos por una carretera de grava que parecía olvidada por los humanos pero perfectamente diseñada para nuestra cámper. Y ahí lo encontramos: un rincón en mitad de la nada, con vistas amplias y silencio absoluto, salvo el rumor del viento. Un lugar para quedarse, aunque pronto volvió la lluvia, como si nos siguiera donde vamos.
La carretera que lleva allí no tiene salida; termina en un pueblo fantasma llamado Colls. En el mapa aún figura, pero de él no queda nada. En esta zona hay muchos pueblos así: abandonados cuando la vida rural se hizo demasiado dura, cuando los jóvenes bajaron al valle buscando trabajo y dejaron las casas a merced del tiempo. Ahora solo quedan ruinas, árboles creciendo donde antes había chimeneas y el eco de pasos que ya no regresan.
Y aquí, en esa soledad tan hermosa, aparcamos nuestra pequeña casa sobre ruedas. Afuera el agua vuelve a caer, dentro suena el calefactor y huele a manta seca y a perro feliz. Algunos buscan el lujo de los hoteles; nosotros encontramos el lujo del silencio. Y esa noche, con la lluvia de fondo, dormimos como reyes… de barro y montaña.
 
    
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