A las cuatro de la madrugada mi cuerpo dijo: ahora. No luego. Ahora. Yo abrí un ojo, luego el otro, y miré a papi Edu con mi mirada más educada de urgencia extrema. Esa que dice “no es un capricho, es logística interna”. En la cámper esto se soluciona fácil: puerta que se abre, perro que sale, planeta que sigue girando. Pero claro, aquí estábamos en un hotel. Un hotel con pasillos, moqueta y normas. Muchas normas. Entre ellas una muy clara: no puedo hacer pipí ni popó en el pasillo. Qué exageración.
Así que tocó levantar a papi Edu, que hizo ese ruido humano de madrugada que mezcla sueño, resignación y amor perruno. Se vistió a medias, yo no me vestí nada porque ya vengo de serie, y salimos a la calle. Y no, no corrimos. Porque cuando tengo un apretón, no significa que tengo prisa. Yo tengo ceremonia. Paseíto tranquilo, olfateo selectivo, reflexión profunda. Lloret de Mar dormía, las farolas vigilaban y papi Edu aprendía una vez más que la vida nómada se queda grabada en el ADN. Al final todo salió bien, literalmente, y volvimos a la habitación. Dormimos bastante bien el resto de la noche. Yo satisfecho. Él… resignado pero orgulloso.
Por la mañana los humanos se fueron a desayunar. Bufé otra vez. Yo me quedé en la habitación, guardando el fuerte y escuchando cómo se alejaban hablando de café, bollería y decisiones vitales poco importantes. Los humanos del desayuno eran papi Edu, tito Joan, tito Antonio, tito Héctor y tito Jordi. Yo no fui invitado oficialmente, aunque sigo sin entender por qué.
Después del desayuno salimos a caminar un poco. Papi Edu, tito Joan, tito Jordi y yo. El resto de la banda se quedó un rato más en el hotel porque uno de ellos, no diremos quién pero su nombre empieza por H, necesita más tiempo para organizarse. Yo no juzgo. Cada especie tiene su ritmo.
Lloret de día tiene otra cara. Más vida, más gente, más terrazas. Paseamos sin rumbo fijo. Cafelito por aquí, cafelito por allá, humanos sentados, humanos levantándose, humanos diciendo “una última y nos vamos” varias veces seguidas. Yo iba feliz, sin prisas, con el sol justo y el mar de fondo. Vimos más del pueblo y al final del paseo marítimo apareció una cosa que parece un castillo. No lo es del todo. Es más bien… cómo decirlo con respeto… muy decorativo. Kitsch. Bonito a su manera, como esos juguetes que no sirven para nada pero te caen bien.
Más tarde nos reencontramos con el resto de la banda y seguimos el día en modo suave. Nada de grandes excursiones, nada de retos. Solo caminar, mirar, sentarse, levantarse otra vez.
Por la noche vuelta al hotel. Los humanos cenaron temprano, a una hora muy guiri, en el restaurante del hotel. Otro bufé. Otra batalla silenciosa por la comida. Yo me quedé en la habitación, pensando que algún día escribiré un tratado sobre los bufés humanos y sus costumbres.
Antes de dormir, un último paseíto por el otro lado del paseo marítimo de Lloret, más tranquilo, más oscuro, más mío. Y así terminó el día. Sencillo. Sin épica. Sin montañas. Sin barro. Pero con pipí nocturno, cafés al sol y la certeza de que, incluso lejos de la cámper, seguimos siendo nosotros.
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