Desvío desde Lloret, con ruinas y valientes selectivos

Monasterio colgado, senderos traicioneros y una central olvidada

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🌿🐾 Descubriendo Sant Miguel del Fai: ¡Aventura hasta la vieja central hidroeléctrica! ⚡💦
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Ya casi se nos estaba convirtiendo en rutina: yo me quedo en la habitación haciendo guardia del territorio mientras los cinco humanos bajan al bufé del desayuno como si no hubiera un mañana. A mí me parece bien porque alguien tiene que vigilar las camas y las mochilas y además hoy hubo que madrugar un poco más, ya que a las once nos iban a echar de la habitación.

Cuando por fin regresaron, dijeron que el ambiente en el comedor estaba más tranquilo que el día anterior: menos gente, menos codazos, menos lucha por la última croqueta sospechosa. Luego empezó el ritual humano de siempre. Mochilas, chaquetas, ¿dónde están las llaves? Yo ya estaba listo desde hacía rato porque siempre estoy listo. Bajamos, tito Joan y tito Antonio buscaron los coches y nos repartimos como pudimos. Dos coches, cinco humanos y un perro perfectamente organizado.

Salimos en dirección Sabadell, pero de pronto alguien dijo "San Miguel del Fai" y yo noté ese tono especial, el tono de desvío bonito. Y efectivamente: aquello fue un cambio de pantalla. Montañas, bosque, agua, un sitio de esos donde incluso yo bajo la voz porque todo huele a antiguo y a musgo con historia.

San Miguel del Fai es un antiguo monasterio colgado en la roca como si alguien lo hubiera dejado allí apoyado con cuidado. Está encajado en un entorno brutal, acantilados, saltos de agua y un valle profundo. No pudimos entrar porque estaba cerrado, pero tampoco hizo falta. La naturaleza estaba abierta de par en par y sin tornos, y yo iba leyendo el suelo con el hocico como quien lee un libro muy largo y muy interesante.

Y entonces pasó: en el mapa Papi Edu vio algo, abajo en el valle. Una ruina, restos de una antigua central hidroeléctrica, o eso decía él con cara de niño que acaba de descubrir un tesoro. Yo asentí porque donde hay ruinas hay aventura.

Los valientes, decidimos bajar. Es decir, Papi Edu, Tito Joan, Tito Antonio y yo. Los otros dos se quedaron arriba. Tito Jordi con una excusa más que creíble y Tito Héctor sin excusa válida. Digamos que el sendero le daba respeto, mucho respeto, un respeto tan grande que se quedó quieto. Yo no juzgo, bueno sí, pero con cariño.

El sendero era estrecho y empinado, de esos que hacen que los humanos hablen menos y respiren más fuerte. Yo iba delante marcando línea y animando con el rabo. Bajamos bastante. Mucho. Tanto que en algún punto Tito Joan y Tito Antonio dijeron eso tan humano de "ya casi está". Spoiler: no estaba. Pero se rindieron con dignidad y se quedaron esperando.

Así que al final solo seguimos Papi Edu y yo, dos profesionales. Llegamos hasta la antigua central con paredes medio comidas por el tiempo, hierros oxidados y un silencio de los que cuentan historias aunque no hablen. Yo di una vuelta completa para asegurarme de que nadie la estaba usando. Todo correcto.

La subida la hicimos por otro camino mucho más fácil, porque la épica está muy bien pero las rodillas humanas tienen límites. Volvimos al coche contentos y con esa sonrisa de excursión improvisada que sale sola.

Después paramos a comer en un restaurante, Olimpo, al lado de la carretera de Mollet a Moià. Un sitio de los de toda la vida, tipo venta, comida honesta y platos grandes. Yo me porté ejemplar aunque sigo pensando que en estos sitios debería haber menú canino.

Y entonces el grupo empezó a disolverse. Despedidas, abrazos y cada uno a su guarida. Nosotros tres – Papi Edu, Tito Joan y yo – volvimos a Berga, donde la yaya nos esperaba. Yo entré en casa con esa sensación de cierre bonito, día completo, naturaleza, ruinas, humanos cansados y perro satisfecho.

No todas las aventuras tienen que ser lejanas o espectaculares. A veces basta con un desvío, un sendero y alguien que diga "mira eso de ahí abajo".

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